martes, 30 de diciembre de 2025

Leche de Cocha negra por Rolando Enrique Rosales Murga Leche de cocha negra: Según las creencias populares, si uno bebe leche de cerda o leche de cocha, como coloquialmente se le dice esta lo vuelve loco a uno. Se cuentan muchos casos de personas que por maldad o venganza le han servido este brebaje a alguien y ha terminado divagando por las calles sin recordar quienes eran. Había un amigo que bromeaba diciendo que era la leche de cocha negra la que causaba ese efecto y se ofrecía a beberla, siempre que se la dieran a mil grados centígrados. La gente popularizó la historia que así se podía beber, más no sabían que el punto de ebullición de la leche es entre cien y cien punto cinco grados por unos minutos, a mil grados hasta podría fundir un vaso de aluminio. Hay un muchacho de mi edad que se mostraba muy amable con la gente, pero que de pronto se volvía tosco e irascible y siempre andaba cuestionando la salud mental de los demás, haciendo preguntas como si eran normales o si no creían tener algún problema mental; sus compañeros de la iglesia evangélica, hartos de sus preguntas sin sentido le apodaron “Marvin leche de cocha”, para hacer ver que estaba mal de la cabeza y por eso hacía tantas preguntas. Según se dice uno de los quesos más caros del mundo se fabrica con leche de cerda. Según la ciencia la leche de cerda tiene mucha grasa y un sabor desagradable y difícil de quitar, pero no se menciona nada de la leche de cocha como desencadenante de la locura, como es creencia popular. En Guatemala se le considera una toma, que es como le llaman aquí a las pócimas. La siguiente historia es acerca de un vecino llamado Rafael Rodríguez, hijo de don Noyo Rodríguez y doña Esperanza Godoy. Siempre fue un muchacho muy inteligente, le apasionaban las matemáticas y en la escuela lo consideraban un genio. Ganaba los certámenes de dibujo. Declamaba con el alma y a todos conmovía con su pantomima al recitar. Era de ojos rasgados, cabello lacio, nariz aguileña, boca amplia, menudo, muy delgado, de brazos y piernas alargados. A corta edad llegó a medir un metro ochenta. Jugaba fútbol, basquetbol, balonmano, corría como nadie. Era un excelente atleta. Los amigos del barrio lo llegaban a buscar para jugar y muy pronto el tiempo se fue volando, llegando a cumplir quince años y dar sus primeros pasos en el amor. Tuvo noviazgos efímeros, pero hubo uno especial que duró muchos años con una muchacha del barrio. Luego de un tiempo se separaron y Rafa tuvo que entrar en la universidad, en la carrera de ingeniería. Paralelo a Rafa había otro caso de una persona que era casi tan genial o lo mismo que Rafa y era el profesor Sergio “Checo maquinaria” o “Pitágoras, la calculadora humana” Se habían encontrado un par de veces en las Olimpiadas del saber y habían empatado en fonética, matemáticas. Más de una vez fueron juntos a acompañar serenatas, a jugar mandalejos; incluso se tomaron sus primeros tragos de licor en fiestas juntos. Checo consiguió un trabajo dando clases de matemáticas y física fundamental en el Instituto Experimental. Pero poco a poco su mente se fue nublando por el alcohol y fue decayendo, descuidando su aseo personal, hasta terminar junto a los borrachitos como Paniagua, quien también era muy inteligente y gran orador, pero preso de las garras del aguardiente. Ya Checo no llegaba a su casa, si no que se quedaba tirado en las esquinas durmiendo la mona. Una tarde, mientras iba trastabillando un carro lo atropelló y desde entonces cojeaba de un pie y él bromeaba con los niños al pasar y les decía que su llanta se había pinchado. Con el tiempo desarrolló encefalopatía por el alcohol y hablaba puras incoherencias, era un borrachito gracioso; un vecino le ofreció cincuenta quetzales por dejar el pie puesto de manera que un carro se lo atropellara y por la ansiedad del alcohol Checo accedió. Ahora cojeaba más intensa y eventualmente un tercer carro lo atropelló, esta vez arrebatándole la existencia. Volviendo a nuestro protagonista, Rafa contaré que siguió su camino hasta la universidad y muy pronto se graduó de Ingeniero Civil, que era el equiparable a Arquitecto, pero aún no se establecía la facultad de arquitectura. Realizó algunos trabajos notables y pronto su fama fue tal que sus mentores lo propusieron para una beca completa para ir a estudiar a España, a la Universidad Complutense de Madrid. Rafa estaba decidido y su familia lo apoyaba. El pueblo entero estaba orgulloso de tener un ciudadano tan inteligente y distinguido. Para aquel entonces Rafa había vuelto a salir con una de las chicas que fue su novia de adolescencia, a menudo se iba a quedar a la casa de la chica. Esta al enterarse de la beca de Rafa se sintió traicionada, pues él nada le había informado. Cuando le recriminó él le dijo que al volver de la especialización en España se casarían, que no había nada de qué preocuparse, pero en el corazón de ella el despecho ya había anidado y buscó la manera de tomar venganza. Fue su mamá quien le aconsejó que cuando volviera Rafa le avisara, para que fueran a ordeñar la cocha más grande que tenían y que en ese momento estaba plena de leche, pues acababa de dar a luz una camada de siete cochitos. Así lo acordaron y así lo hicieron. La noche en que Rafa llegó su novia le dio a beber un buen licor. Rafa se quedó dormido, al día siguiente despertó con mucha hambre, Su suegra le preparó unos huevos a la ranchera, queso fresco molido en piedra, frijoles volteados y un vaso de leche bien caliente con canela y azúcar, tenía un sabor metálico, raro, pero Rafa no dijo nada para no hacer rabiar a su suegra. En cuanto terminó de comer volvió a su casa, pues debía afinar detalles de su viaje a España. Rafa se sintió mal durante todo el día y creyó que se debía a la resaca. El dolor de cabeza era intenso. Los oídos le zumbaban. Era una migraña con fotosensibilidad. Se encerró en su cuarto, con las luces apagadas y se amarró un trapo en los ojos para no ver luz alguna. Los padres de Rafa estaban muy preocupados porque no quería comer y le ofrecieron analgésicos y los tomó, pero la migraña seguía su curso, aumentando más y más conforme pasaba el tiempo. En la noche le entró una fiebre tremenda. Estaba alucinando. Deliraba, se reía, lloraba y temblaba cubierto de un sudor helado de pies a cabeza. Los padres de Rafa comenzaron a sospechar que había sido envenenado y llamaron a su médico de cabecera, quien no pudo determinar qué era lo que Rafa tenía y se ofreció a sacarle sangre y mandarla a examinar en el laboratorio. Así siguieron los días con Rafa alucinando, sus padres intentando encontrar una respuesta llamando hasta a brujos y sacerdotes sin ningún éxito; conforme los días pasaban Rafa se volvía más y más agresivo. A tal punto que golpeaba su cabeza contra la pared, si le daban una copa de vidrio la quebraba entre sus manos y masticaba los trozos de vidrio. Desenroscaba las bombillas de la luz y se las comía. Su boca mostraba ya daño y su lengua tenía sangre. Se paseaba desnudo por la casa y a veces estimulaba sus partes pudendas en la puerta. Gozaba haciendo espectáculos exhibicionistas. Los vecinos se escandalizaban viendo aquellas demostraciones. Aunque a la vuelta había un hombre de cuarenta años que se llamaba David que también se ponía a tomar el aire sin nada puesto en la puerta. Los padres de David le daban unas tremendas tundas con cincho, lo bañaban con detergente y lo frotaban duro con escobas como castigo, pero no parecía importarle. Aunque David había nacido con ese padecimiento. En cambio, Rafa comenzó a dar síntomas a sus veinticinco años en definitiva el viaje a España se pospuso. La ahora exnovia trató en vano en varias ocasiones hacer volver a Rafa, pero él ya no reconocía a nadie. Al final ella pensó que si no era de ella no sería de nadie y se consiguió otro hombre, a quien mantenía muy sumiso y como adormilado, quizás con dosis más bajas de la toma. Rafe se ponía a esperar a la gente con una tranca de madera y les daba tremendos golpes en la cabeza a los transeúntes. La familia lo mantenía bajo llave. Era un peligro para sí mismo y los demás. Fue su padre quien puso en conocimiento del Colegio de Ingenieros la condición del estimado Ingeniero Rafael Rodríguez. Fueron de verdad muy piadosos, ya que dispusieron para Rafa una pensión vitalicia, para que así pudiera costearse sus exámenes y sus medicamentos, ya que ahora lo mantenían sedado con calmantes. Rafa se escapaba y se vestía formal. Llegaba al banco y se presentaba como el Ingeniero. Mostraba su cédula de vecindad y tarjeta de ahorros y sacaba su dinero. Se ponía a tomar un gordito de guaro en la tienda y luego correteaba a la gente lanzando sus zapatos, dando cinchazos a las muchachas que pasaban. Su risa daba a entender que dentro de esa locura había nacido una conducta muy antisocial, como cuando los pacientes con demencia precisamente se vuelven exhibicionistas, airados y agresivos. Rafa cumplió cuarenta años, era una sombra del pasado la historia de haber ganado una beca a la Universidad Complutense. Los cheques del Colegio de Ingenieros nunca dejaron de llegar. Sacaba su dinero en el banco o en un cajero automático. Se vestía de gala, pasaba a lustrarse los zapatos. Incluso platicaba con los muchachos en las bancas de lustres y les dejaba propina. Se compraba un gordito de ron para sí solo. Se compraba una cajetilla de los cigarrillos más caros. Se sentaba en una silla que le prestaban en la tienda, a unos doscientos metros de su casa. Cruzando la pierna izquierda sobre la derecha y poniendo el brazo derecho debajo del codo izquierdo a modo de soporte. Tenía un aire de elegancia, como al ver gente fumar en películas, que se ve elegante, pero en vivo es un asco y un tufo insoportable. Le invitaba un trago a algunos muchachos que andaban bebiendo cerveza. A veces lo intentaban despojar de su dinero e inmediatamente se transformaba, se quitaba los zapatos, se rasgaba las camisas originales. Se abalanzaba sobre sus atacantes y les daba una paliza de proporciones épicas. Luego mandaba a comprar una camiseta de playa, un perfume nuevo. Se volvía a poner los zapatos y seguía tomando como si nada. Se llegaba a tomar cuatro gorditos de ron. A veces a duras penas ocho personas se bebían uno solo. Se llevaba alcohol y cigarrillos a su casa. Sus papás no le decían nada por miedo a ser atacados por Rafa en uno de sus arranques de ira. Algunas personas decían que estaba actuando, hasta que comenzó a autosatisfacerse al ver pasar estudiantes en minifalda o cualquier señora. La policía se lo llegó a llevar en varias ocasiones, pero parecía divertirle esa dinámica, puesto que no le importaba ser llevado a la cárcel, pues siempre sus papás lo llegaban a traer. Un día Rafa llegó ante sus padres llevando un periódico doblado. Les mostró una posición de trabajo para un ingeniero civil, como él. Estaba muy anímico y les dijo que quería aplicar. Pasó las primeras dos entrevistas y cuando le asignaron la tercera todo parecía ir muy bien hasta que le avisaron que decidieron contratar a alguien más. Rafa se arrancó la ropa. Se azotaba con un cinturón, se golpeaba la cara, se arrancaba cabellos. De un salto vadeó el muro de la casa y cayó en la calle. Lamentablemente en ese momento un carro iba pasando y le destrozó la tibia y el peroné. Sus padres tuvieron que pagar una operación para implantarle una tibia y peroné de metal. Se negó a usar una silla de ruedas eléctrica. En su lugar encontró un tronco en el patio y con ese tronco avanzaba penosamente y bamboleándose de un lado a otro. Seguía yendo a tomar a la cantina. Bueno, en realidad era una tienda donde vendían alcohol. Mucha gente le hablaba, pero él entraba en mutismo por decisión. Ignoraba a todo mundo. Se embriagaba y se iba a su casa. Su fuerza fue disminuyendo. Su cuerpo desarrolló mucha debilidad y poco a poco se fue desvaneciendo hasta quedar en cama. La gente dice que todo eso fue por la toma de leche de cocha. Si me preguntan, yo creería que es demencia frontotemporal, pero como dicen los abuelos “Nunca hay que creer y nunca hay que dejar de creer”. La historia de Rafa no quedó ahí. Con el tiempo se recuperó un poco y ya podía irse a sentar a la puerta de la casa, saludaba a la gente con desgano y mantenía una conversación coherente. Tomaba café mientras leía el periódico con unos gruesos lentes de lectura; sus padres siempre pensaron que la solución a su problema era conseguirle una mujer para cohabitar maridablemente. Muchas jovencitas fueron contratadas para ir a hacer los quehaceres del hogar y el pago era sospechosamente generoso. Cuando les ofrecían casarse con Rafa y ser parte de la familia muchas sonreían y decían que sí, que solamente irían a sus casas a traer su ropa y sus cosas y volverían, pero jamás regresaban. Se difundió rápido entre las trabajadoras la noticia de que estaban buscando esposa para “un hombre loco” y evitaban trabajar con esa familia para evitar una posible unión con un enajenado. A todo esto, Rafa se veía ajeno a lo que ocurría. Solo le interesaban las noticias del periódico, la sección de chistes. Los crucigramas, la hora de concentración mental de Urbano Madel, la revista que traía los domingos. Pronto comenzó a leer muchos libros distintos y todos creyeron que estaba mejorando. No fue sino hasta un día que su mamá estaba haciendo limpieza que levantó un libro entreabierto que se topó con un escrito de Rafa en la portada que decía: “Amigo fantasma, espectro del bien. Yo no te hago daño, no te causo ningún mal. Te pido que no vengas por la noche a atormentarme con tu horrenda imagen que me da pavor y no me deja dormir”. Aquella frase hizo que doña Esperanza, madre de Rafa sintiera escalofríos, un terror inexplicable que le helaba la sangre. Una explicación médica sería que Rafa ahora sufría también de esquizofrenia y tenía alucinaciones visuales y auditivas. La familia, empero, lo atribuyó a algo mágico o sobrenatural. Los vecinos comenzaron a hacer una semblanza de vidas paralelas, como los escritos de Plutarco. Comparando a Rafa con su vecino David, quien había nacido con problemas del Trastorno del Espectro Autista. Pero la gente en su ignorancia decía que “era apangado o dundo”. David al menos iba a la capilla los domingos y Rafa no. Cuando David cometía un error su padre o su hermano Sammy le daban una lección en forma de palizas muy despiadadas, lo cual no funcionaría con Rafa, que de por sí actuaba violento de la nada; David invitaba a niños a comer con él en su casa, pues decían que tenía mente infantil, pero su padre lo supervisaba todo el tiempo, “no fuera que se le ocurriera pescocear a ni ishto”. David se desnudaba y se ponía en la puerta de la casa a mostrarse, pero sin connotaciones sexuales o tocándose como Rafa sí lo hacía. A Rafa solo lo entraban y lo vestían. A David sus familiares lo maltrataban cada que hacía eso. Rafa tuvo un par de citas fallidas y de pronto comenzó a platicar con uno de los árboles que estaban en su patio como si el árbol fuera una mujer. Acariciaba el árbol como quien está en un momento de pasión íntimo y aseguraba que era una mujer y que en las noches le llegaba a susurrar palabras de amor al oído. A sus papás todo eso hacía que la piel se les pusiera como de gallina, pues creían que era la Siguanaba la que lo llegaba a visitar y que lo había jugado. En altas horas de la madrugada se escuchaba a Rafa reír y cantar platicando con el árbol, que era uno de limón mandarina. Hubo una ocasión en que la señorita que trabajaba con ellos en ese momento en los quehaceres escuchó a Rafa hablando con el árbol y se acercó. Sintió su sangre helarse y perdió el conocimiento. La encontraron tirada minutos después. Aseguraba que una voz de mujer le contestaba a Rafa, que vio al árbol moverse. Mucha gente atribuyó el hecho a algo maligno. Otros decían que quizás había alguna espora de un hongo o algo por el estilo que hacía que la gente de esa casa alucinara con cosas fantasmales. A veces Rafa se saltaba el muro y su familia junto con algunos amigos a quienes pagaban por irlo a buscar. Por lo general lo encontraban en los barrancos de los Imposibles, que están bajando por el Hospital Nacional Ernestina García Vda. De Recinos, yendo por la calle Víctor Murga. Siempre que le hallaban era en un estado lamentable. Lleno de arañazos, la ropa hecha harapos, como con pequeñas mordidas alrededor de la piel. Los escépticos decían que él mismo se mordía y se arañaba o se golpeaba contra los árboles y las ramas lo herían y le rompían la ropa. Otros preguntaban que cómo era que tenía mordidas en la espalda si era él quién se las hacía. La mayoría atribuía el hecho a que la Siguanaba lo llevaba al barranco, que era su casa (Siguanaba significa mujer barranco o mujer del barranco), había quienes bromeaban diciendo que Rafa machucaba el bejucuemapache o bejuco de mapache, una especie de liana invisible que quien la pisaba andando borracho se perdía y aparecía en algún barranco. Hubo un tiempo en que Rafa llevaba mujeres que encontraba en la calle tomando licor a casa y sus padres les pedían que se quedaran, pero no querían nada más que una noche al lado de Rafa, quien les dispensaba dinero generosamente para seguir la pachanga. Su familia luchó por encontrar una cura a su mal, pagaron médicos cada vez más caros, a tal punto que terminaron vendiendo la casa familiar, las joyerías y empresas de su propiedad, los automóviles, el ganado. Todo con tal de verle curado. Su padre murió de un paro cardíaco, su madre tuvo que irse a vivir con una nieta, hija de uno de los hermanos de Rafa. Uno de los hijos de esa nieta se llamaba Marvin. Marvin era muy despreocupado y caótico, siempre estaban llamando a su mamá a la escuela porque peleaba con los compañeros, se involucraba en estafas. Se juntaba con otros niños problemáticos. El tiempo pasó y Marvin comenzó a beber alcohol, a frecuentar lugares de mala muerte. A tener una sexualidad descontrolada y desinhibida. A pelear sin razón con las personas que pasaban, a hacer exhibiciones obscenas. Justo como Rafa. La gente decía que el mal lo había alcanzado, había quien opinaba que a lo mejor era problema de familia y muchos afirmaban que a Marvin una novia también le había dado una “toma” de leche de cocha negra. Rafa se volvió muy tranquilo. Volvió a caminar, se vestía bien, se perfumaba. Iba al parque a platicar con las personas, se bebía un refresco no alcohólico y se iba al cuarto que rentaba a descansar. Lo último que hizo, presintiendo que su final estaba cerca fue pasarle su pensión a Marvin, su sobrino. Se supo que había muerto una semana después que falleció, pues nadie lo visitaba. El mal olor les alertó y así se enteraron de su final. Se le veló en casa de su sobrina. Dicen que al final de la vida las personas que padecen de problemas mentales tienen un momento de lucidez antes de que la vida termine. Habrá quienes digan que la maldición se rompió al fin o que la leche de cocha perdió su efecto luego de tanto tiempo. Apoyá en Ko-fi

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martes, 28 de octubre de 2025

Cuentos familiares

No aprendí las narraciones de parte de los libros o de la pantomima y pose. Yo aprendí a narrar con los cuentos de mi abuelo, que decía que tenía pacto con el diablo y cuando se quedaba dormido en el baño los demonios lo llevaban de regreso a su cama. El estilo de mi papá, que era valiente y se burlaba del miedo en su cara, como cuando me contaba que él y mi abuelo consiguieron trabajos de guardianes de un cementerio en El Salvador y que decían que en dicho lugar habían enterrado muchos muertos, condenados que habían muerto dentro de la cárcel y nadie llegó a reclamar. En la noche se escuchaba una cadena con una bola de hierro que eran arrastradas penosamente por el cementerio. Mi papá hacía una ronda por un lado y mi abuelo por otra y jugaban con lo que causaba el sonido de las cadenas. "Allá va, Rolando, no te vayas a asustar". Mi papá contestaba: Pues parece que asustamos al espanto, porque ahora va para tu lado". Lo seguían e incluso lo correteaban, pero nunca lo encontraban. Otro buen ejemplo es la historia del hombre cobarde que quería encontrar un tesoro secreto. Según dicen cuando uno ve una llama en las noches, ya sea en el piso o en la tierra significa que en ese lugar hay enterrado algo valioso. Una vez yo encontré un frasco grande lleno de monedas y billetes, porque veía una fluorescencia como verdosa o azulada en el patio de la relojería de mi papá. Este hombre, todas las noches al pasar por el cementerio veía una flama y se asustaba. Le comentó a sus conocidos y le aconsejaron ir a medianoche, caminar hacia el fuego y enterrar una estaca en el lugar del fuego para empezar a escarbar en busca del tesoro. El hombre era tan cobarde que se fue envuelto en una sábana, se acercó al fuego. De un par de golpes clavó una estaca con un martillo que llevaba, pero al hacerlo, sintió cómo lo arrastraban a lo profundo, se alejó un poco y le pareció que le agarraban de la sábana y trató de salir corriendo, pero su pantalón de la pijama también estaba siendo agarrado por alguna fuerza de ultratumba, alguna garra maligna. Sin pensarlo, juntó todas sus fuerzas para salir corriendo. Personas conocidas lo abordaron unos metros adelante. Estaba pálido, desencajado, tartamudeaba y llevaba puestos solo calzoncillos. Como pudo,, les explicó su situación. Fueron con él al lugar del fuego. Ahí estaba la estaca sembrada, pero al hendirla, su sábana y la pierna de su pijama se hundieron con la estaca y los amigos se burlaban del cobarde, que ahora consideraban también tonto además de miedoso. Otro cuento era el llamado "Tomemos café". En épocas de conflicto en El Salvador había unos amigos que pasaban el tiempo en la cantina. Uno de ellos era catedrático universitario, el otro jornalero, pero se tenían gran aprecio por haber crecido juntos. Por aquellos tiempos, hablar de Karl Marx y cosas así está terminantemente prohibido. Pero eran parte del pénsum de la carrera de Derecho y los militares lo creyeron un sedicioso. Una noche que salía de dar clases, alguien le disparó con una AK-47. Su cabeza se desintegró como una sandía en miles de fragmentos. Fue una cosa horrenda. Los familiares se reunieron para velar al catedrático. Aunque humildemente, todos los amigos llegaron junto a la familia; el amigo jornalero también asistió. Se emborrachó demasiado y no quiso probar café. Alguien le dijo que en los velorios siempre se debe tomar café para acompañar la transición del occiso al otro lado. A él aquello le pareció tonto y sin sentido. A eso de las tres de la mañana se le acabó el trago y pensó en ir a tocar la puerta de alguna cantina para comprar más y volver, o quizás no. Uno de los amigos le dijo que era de mal gusto irse en medio de la noche de un velorio, que según la tradición se tenía que acompañar hasta que amaneciera, pero de nuevo él lo ignoró y se fue a tomar y tanto bebió que se quedó dormido en la acera afuera de la cantina. En cuanto despertó, se fue a su casa olvidando a su amigo. Por la tarde, de golpe le vino el recuerdo de su estimado amigo de la infancia y se puso a llorar sollozando. Salió corriendo tratando de llegar a tiempo al entierro. Era demasiado tarde. Ya su amigo yacía bajo tierra en el dulce sueño eterno. Como siempre, la vida sigue y el jornalero siguió trabajando. Le ofrecieron turnos largos que terminaban ya bien entrada la noche y claro que los aceptó. Al salir del trabajo, pasaba por un trago a la cantina y seguía rumbo a su casa. El cementerio le quedaba de camino. No podía vadearlo. En una de las noches que iba trastabillando a casa, escuchó que alguien aplaudía y al alzar la mirada, era su amigo, el catedrático. Le habían reconstruido la cabeza y rellenado con aserrín y papel. Le gritaba: "Venga, amigo, venga, tomemos café y charlemos hasta el amanecer". Parecía que alguien había cavado la tumba de nuevo y le invitaba a compartir un café en la fosa. La desesperación comenzó a acumularse en el jornalero, ya que cada noche le gritaba su amigo difunto que tomaran café juntos y charlar hasta que amaneciera. No le quería contar a nadie por miedo a que lo tacharan de loco. Al final, su desesperación pudo más y se fue a hablar con el cura local y le comentó su situación y el cura le dijo que no era la primera vez que escuchaba algo así. Le dio la clave de cómo librarse del difunto que le atormentaba y que definitivamente no era su amigo, si no una burla. Trazaron el plan paso a paso. Le dijo el cura que debía llevar una jarrilla de café y pan al cementerio y entregarlo al muerto, decirle que estaba bien, que charlaran. El muerto entonces le iba a pedir que entrara primero a la fosa. No debía acceder y debía decirle: “Es tu morada, por tanto debes ir primero” y cuando el muerto le diera la espalda, empezar a echarle la tierra encima y lanzarle agua bendita a la tierra y aceite de lámpara para ungir la tierra y que ya no saliera más; además de eso debía juntar el agua de rocío de siete días y en el séptimo día ir a echar el agua colectada del rocío y una corona u cualquier ofrenda floral que gustara para despedir como era debido a su amigo. El jornalero no creyó que fuera a funcionar todo aquello. Pero estaba perdiendo peso y tenía menos fuerzas. En el beneficio de café donde trabajaba murmuraban que estaba hechizado, que un muerto lo perseguía. El recurrente ruego de su amigo por tomar café ahora lo atormentaba también en sueños: “Venga, venga mi amigo, tomemos café con pan y charlemos hasta el amanecer”. No soportaba ver la forma que le habían dado a la cabeza, parecía que algunas partes las dibujaron de una forma pésima. Perdió el apetito, el tomar trago no le hacía efecto. Estaba tan desesperado hasta que decidió comenzar colocando un jarrito a colectar agua de rocío. Mandó a hacer una gran corona de cempasúchil, mirto y rosas. Pasó pidiendo al cura el agua Bendita. Alistó la jarrilla y preparó un fragante café de olla con el mejor grano oro de su trabajo que pidió para poner a tostar. El café parecía tinta pura, un color y cuerpo impresionantes. Su olor llenó las casas aledañas y consiguió birriñaques y cemitas. Era medianoche, la luna brillaba llena en el cielo y se veía más cerca que nunca. Un viento frío azotaba los árboles. Caminó hacia el cementerio y nada más al estar a las puertas escuchó la voz de su amigo: “Venga, venga mi amigo, tomemos café con pan y charlemos hasta el amanecer”. El jornalero caminó sintiendo los píes como plomo mientras la frase de invitación a tomar café con pan se seguía repitiendo. Había un dato más, le había encomendado el cura que por ningún motivo le fuera a dar la espalda al aparecido o a su fosa. Que le preguntara al difunto su nombre o cual era el nombre de su amigo, lo cual no sabría, pues “los muertos nada saben”. Eso lo iba a frustrar y le haría darse cuenta de que en verdad estaba muerto. El jornalero se tomó sendos tragos de guaro puro para agarrar valor y seguir adelante. Ahí estaba enfrente ya, la fosa abierta, olorosa a tierra mojada. El amigo fallecido iba a decir una vez más su frase. Lo cortó en seco: “Antes que nada, querido amigo, ¿Cuál es tu nombre y cuál es el mío?”. El amigo fallecido titubeó. Se agarró la cabeza rellena y le dijo: “No lo sé, es que tengo tantos nombres”. El jornalero hizo un esfuerzo muy grande para no caer de bruces entre la tumba. “Pero venga, venga mi amigo, tomemos café con pan y charlemos hasta el amanecer”. El jornalero sacó dos tazas nuevas, le dio una bolsa de cemitas al amigo fallecido. “Pero venga, mi amigo, siéntese conmigo aquí adentro y vamos a platicar un buen rato, como siempre hacíamos”. El jornalero le pidió que entrara él primero al amigo fallecido y luego de discutir quién entraría primero el jornalero le dijo: “debes entrar primero, pues es tu casa”. A regañadientes el muerto se sentó en la fosa. Con lágrimas en los ojos el jornalero le comenzó a echar palada tras palada de tierra. Con una pala que se encontraba ahí y posiblemente esa era la que se usó para abrir la tumba. El muerto le miraba incrédulo mientras echaba dentro la otra taza vacía, las bolsas de pan. Incluso la jarrilla. Nadie le había indicado las palabras para pedirle a su amigo que se fuera en paz, fueron inspiración pura, un exordio a un muerto para que ya no siguiera en este plano mortal, que se fuera en paz, que su tiempo ya había pasado. Terminó en unos veinte minutos de colocar la tierra. Sacó el agua bendita y la regó en la tumba. En las esquinas y bordes ungió con aceite de lámpara. Derramó el agua de siete rocíos y por último colocó la corona. Pero además llevó dos cirios que colocó al pie de la tumba y los prendió. Se quedó sentado en silencio viéndolos consumirse. Velando a s u amigo hasta que los cirios se consumieran. Llegó el amanecer y un sentimiento de paz nunca antes experimentado embargó al jornalero. Por primera vez en muchos años se sentía muy tranquilo. Tanto que desde ese momento decidió dejar de tomar. Unos meses después retomó sus estudios por madurez. Le encantaba leer libros y aprendió oficios nuevos. Llegó a ser jefe del beneficio y al tiempo lo compró. Con su trato amable y palabra persuasiva llevó el negocio a nuevos horizontes. Le mandó a colocar una gran plancha de cemento a la tumba de su amigo, para evitar que nadie lo fuera a sacar, ya que según la tradición familiar los “matados” (personas que mueren de forma violenta) son especiales para los conjuros y brujerías. En el fondo era el miedo a que volviera a salirse a atormentarlo. Le puso una placa de mármol con su nombre y un epitafio compuesto por él mismo. Cada día de los santos llegaba a enflorar a su amigo y se quedaba a velarle. A pesar de que al paso de los años se casó y tuvo hijos siempre mantuvo su tradición. Incluso platicaba con el difunto de forma jovial. Cada vez que le tentaban las ganas de volver a tomar se acordaba de su amigo diciendo: “Venga, venga amigo mío, tomemos café y charlemos hasta el amanecer”. Se le iban las ganas de tomar. Cada día de los Santos llevaba café de su ingenio en una jarrilla para velar a su amigo. Café con cardamomo de Guatemala, café con canela. El guardián del cementerio pasaba haciendo la ronda y se sentaba con él en silencio a compartir una taza de café y veía con mucho respeto la ofrenda que le dejaba a su amigo de pan con café. Dulces de conserva de Guatemala y algún trago de licor que al final era probable que algún borrachito o el guardián se tomara. Así que ya lo saben. Siempre velen a sus santos difuntos y tomen un café a la memoria de su amistad. Rolando Enrique Rosales Murga. Barrio Latino. Jutiapa, Guatemala. veintiocho de octubre de dos mil veinticinco. Apoyá en Ko-fi

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jueves, 16 de octubre de 2025

Don Chico (Parte de Historias de la antigua ciudad)

Don Chico: La siguiente historia la contaba don Chico de su propia boca. Hay quienes dicen que don Chico era algo fanfarrón y con tendencia a la fantasía y exageraba las cosas. Pero nadie podía negar que era un narrador exquisito y sabía cautivar a todo el mundo con sus cuentos, fueran o no verídicos. Por aquel entonces don Chico estaba en el Hospital Nacional de Jutiapa como paciente ingresado. Su tiempo lo pasaba en la cama, con una bata, con extrañas afecciones que no se podían determinar, aunque los médicos decían que estaba así por el paso del tiempo. Pero no encontraban un diagnóstico exacto para aquel mal que le aquejaba. Don Chico siempre comenzaba su relato destapándose la sábana que cubría su cuerpo y mostrando sus piernas, con la piel achicharrada, pegados los tendones como el hilo de lana cuando se le tuerce en el malacate y se trenza por la fricción. Grandes surcos de tejido cicatricial recorrían sus piernas de la pelvis hacia abajo, simulando zarpazos gigantes, como si una mano gigante de hierro le hubiera rasgado la piel. Los cristianos que iban a orar o rezar por cada paciente ingresado obviaban a don Chico, no les gustaba hablar con él pues a toda persona que se le acercara él decía debía contarle qué fue lo que ocurrió con sus piernas para hacer consciencia y que nadie más fuera a pasar por el mismo martirio que él, cuya alma ya no tenía salvación, pues había sido prometida a Satanás en un acto de avaricia. Contaba don Chico que desde niño venía con su papá a vender ocote, leña y carbón a la terminal. Su padre, con caites de hule de llanta pacientemente ofrecía el ocote y carbón atados a su espalda en un saco, el peso sostenido con un atado en su frente, su espalda encorvada por el peso y el trabajo tan pesado que había realizado toda la vida. A don Chico lo dejaba vendiendo sentado en una banqueta, tenía que vocear la venta para que la gente se acercara. Terminaban rápido y el papá de don Chico sacaba unos aguacates de su cosecha y media onza de queso de donde doña Nico en el Barrio Latino, cincuenta centavos de tortilla caliente y un fresco de donde las Murga para los dos. En aquel entonces el mercado estaba donde se encuentra el juzgado de Primera Instancia Penal de la ciudad de Jutiapa, a un costado del parque Rosendo Santacruz. Así fue pasando la vida de don Chico, creciendo entre penas y necesidades, pero muy feliz. No tenía dinero para cuadernos nuevos como sus compañeritos de escuela, así que le tocaba usar papel manila, que era más barato o las partes sin manchar de papel reciclado, no tenía para lápices a veces, así que le tocaba hacer sus apuntes con un carbón. Llegaba a estudiar sin zapatos, los pies llenos de callo, juanetes, muy maltratados. Un único pantalón que cada vez subía más sobre sus piernas y tenía remiendo sobre remiendo. Una camisa color beige que le habían regalado, pero que era muy grande y le quedaba holgada. Una pita de amarrar el ocote era su cinturón en un cuerpo delgado, las costillas se veían bien pegadas a la piel. Le compraban un par de zapatos cada dos años que él menospreciaba, pues le gustaba más andar descalzo. Además los zapatos le irritaban los juanetes y no tenía calcetines qué ponerse. A don Chico no le gustaba la escuela, él prefería recorrer el bosque húmedo, ir a nadar al río, cazar pajaritos y peces para comer en un fuego con leña colectada con su machete, beber del agua fresca del río. Nadar completamente desnudo y sin nadie que lo juzgara, como si el agua fuera su elemento. Se imaginaba lo lindo que sería alejarse de ahí volando. No volver a tener hambre nunca más. Nunca volver a sentir los ojos que le juzgaban por vestir humildemente. A regañadientes don Chico llegó a sexto primaria y terminó su primaria. Todos los compañeros andaban perfumados, con corbata o corbatín y con relucientes zapatos de charol. Algunos incluso usaban guantes de lana blancos para la ocasión. Don Chico llegó con sus únicos zapatos, que le pusieron a la fuerza. La camisa beige que ya no aguantaba un remiendo más y un pantalón grande de su papá. Tenía 7 hermanas, así que bromeaban con él que no le podrían prestar una blusita. Con sexto primaria se fue a prestar servicio militar. Pasar penas, medio comer en 20 segundos. Andar patrullando los cerros y solo hallar coyotes. Así pasó un tiempo y pudo ascender a galonista profesional. Para aquel entonces don Chico había descubierto una atracción poderosa hacia las patojas. Se enamoraba en minutos, pero las muchachas le rehuían. Le decían el carbonero. Don Chico tenía su sueldo cuando fue militar, pero luego le tocó que vender periódico, cargar bultos, lustrar zapatos, hacer de albañil. Lo que se presentara. Se fue a la capital un tiempo con un maestro albañil y ahí le agarró gusto al guaro, al cigarro y a las mujeres de la vida alegre. Ellas no huían cuando él llegaba. Con dinero le hacían caso, según él. Entonces empezó a ambicionar tener mucho dinero, cantidades incontables para poder ser alguien en la vida. Ya sus hermanas se habían juntado. Su señor padre había abandonado este cruel mundo y su madrecita estaba próxima también a irse. Se peleó con el maestro albañil en una de esas tomaderas y regresó a Jutiapa. Aquí convenció a una señora que vendía carne de coche de darle trabajo de vendedor ambulante y pagarle unos míseros centavos por venta. Aprendió a no menospreciar nunca ni siquiera un centavo, porque alguien le había dicho que los centavos eran como gotas, que las gotas cuando se juntan pueden hacer una tempestad. Salía temprano bien bañadito, su camisa limpia y oloroso a perfume barato que había adquirido en la capital. Estaba ya en sus veinticinco años, no era demasiado apuesto, pero tenía una labia aprendida en la capital, una casaca fina, como decimos en buen chapín. Regresaba muchas veces a llenar la cubeta de chorizos. La jefa le proporcionó una carreta y luego una bicicleta para que repartiera. Había aprendido radiofonía en el ejército y se iba a escuchar a su amigo don Polo de radio Jutiapán conducir un programa de música romántica. Las canciones hacían a don Chico soñar con un romance idílico, algo apasionado. Pero ninguna mujer se animaba a sentar cabeza con él. Hacía buen pisto en la venta de productos de coche. Pero cuando quería sacar a bailar a una chica en la zarabanda o invitar a alguna a comer le decían que no salían con un chino choricero. Esas palabras se hendían como puñales en los costados de don Chico, la rabia lo hacía desear tener muchas riquezas, para tener a las mujeres más guapas a sus pies. Pasó algo de tiempo y don Chico fue creciendo en su ansia de amar, pero más en su ansia de tener tesoros y poseer muchas propiedades y muchas mujeres. Intentaba negocios que siempre se caían. Ahorro dinero y compró media docena de cochitos, los empezó a criar en la casa que su familia le dejó a él por ser el único soltero. La casita de barro y bajareque donde creció. Los coches se le morían. Compraba gallinas y la misma historia. Se metía a juegos de azar como la huicha, la taba, el póker. Siempre perdía. Se refugiaba en el vicio del alcohol y buscaba las mujeres de la vida alegre. El dinero jamás le alcanzaba para el mes y eso que vivía solo. Don Chico trabajó en las camionetas, anduvo de cargador en los camiones que transportan plátano de la costa, en los camiones de Plácido Cordero, que transportaban lechuga, betabel, papaya, sandía, tomate, manzanas y muchas otras frutas de Jalapa a la costa; Don Plácido, un hombre moreno, mestizo, pero de rasgos fuertes se había conquistado a doña Bartola Cordero, quien era una mujer grande, pálida como la luna, de cabello rojizo, como la pasión. Doña Bartola era originaría de Campos de Peñafiel, Castilla y León (Valladolid) en España. Cada vez su flota de camiones crecía más. Don Chico envidiaba su prosperidad, quería ser como él, al menos tener un par de camiones para asegurar la vida y una mujer bonita. Pero Plácido no se conformaba con tener una mujer muy guapa. Gastaba mucho dinero en conquistar damas y dejar hijos regados por donde quiera. Don Chico había encontrado a su arquetipo. Su modelo a seguir. Entre la gente de Colis, de donde Plácido era originario se decía que había hecho un pacto con el diablo, que Satanás había bebido de su sangre y que él bebió sangre del diablo en un cáliz maldito en una misa negra celebrada a medianoche en el cementerio que estaba en la punta del cerro. Que después de eso el mundo se había puesto a sus pies. Iba donde quería, gastaba como nadie y su dinero jamás se gastaba, eso sí, cuando se pasaba de la raya Satanás o algún esbirro llegaba a la casa a chicotearlo con un acial de puro cuero curtido. Decían que el demonio le tenía mucho cariño a Plácido, por lo desamorado que era con la gente y hasta le permitió tener hijos. Al principio el diablo le había dicho que si quería tener hijos hubiera tenido hijos con Candanga, el diablo del maíz, que era un engendro que incitaba a engendrar, pero con Satanás era distinto. A él no le gustaba que tuvieran descendencia. Pero a don Plácido lo dejó, con la condición de no hacerse cargo de los hijos que engendrara. Solo dejar a las mujeres embarazadas y nunca ayudarles. Tanto fue así que cuando su primogénito hijo con doña Bartola nació lo mandó para Jutiapa, para que Satanás no estuviera cerca de él ni se enterara de su existencia. Doña Bartola se vino con el niño, llamado José Alfredo y puso un comedor en el mercado de Jutiapa, llamado Mi lindo Colís. Plácido secretamente le mandaba dinero a su mujer, del cual pagaban las necesidades de su hijo. Pero el demonio es también omnisciente y le dio sus buenas chicoteadas por días a don Plácido cuando por fin le hizo saber que todo el tiempo había sabido que estaba intentando ayudar a su hijo y alejarlo de su influencia demoníaca. Plácido incluso al principio le había negado el apellido a su hijo, pero luego lo reconoció, fue a la iglesia, donó unas limosnas y recibió unas chicoteadas por hacer eso de parte de Satanás que casi lo matan. Estuvo en cama por quince días ardiendo en fiebre. Se dice que cuando creció José Alfredo, hijo de Plácido tenía lo que se conoce como pegue con todas las mujeres, a pesar de no ser muy agraciado cada vez que hablaba con alguna irremediablemente terminaba haciéndole caso. Incluso algunas personas casadas, bueno, bastantes personas casadas. Se dice que presentía cuando algo iba a pasar o se le revelaba en sueños y siempre se anticipaba a sucesos peligrosos para su seguridad. Se dice que gastaba dinero en vino, mujer y tabaco, que como dice el dicho “dejan al hombre flaco” Tuvo hijas y nunca se hizo cargo de ellas. Tuvo un hijo varón a quien negó el apellido y nunca apoyó, algunos dicen que por tener la misma condición de Plácido, aunque nunca fue tan adinerado como su padre, Plácido. Doña Bartola le dejó una casa grandísima a José Alfredo, que este vendió en cuatro millones de quetzales para poder continuar con sus vicios y vida de complacencia El hijo de José Alfredo se llamaba Rómulo, según cuentan profetizaba eventos, lavaba cerebros, vaticinaba lugares, adivinaba nombres de las personas solo con verles, incluso se dice que resucitó un par de veces luego de intoxicarse o de ser atacado; quizás remanentes de su padre y abuelo. Pero no es de la familia de Plácido que trata esta historia, así que volvemos con don Chico. Don Chico había escuchado que para hacer un pacto con el diablo debía ir al cementerio todas las noches, especialmente las de luna llena y a medianoche, rezar un padrenuestro al revés frente a un árbol de amate, invocar al diablo desde el interior, renunciar a toda fe cristiana y decirle a Satanás que le recibía en su corazón. Pasó la primera noche con mucho miedo en el cementerio viejo de la ciudad de Jutiapa, que en ese entonces era el único camposanto. Precisamente hay unos palos de amate y una ceiba donde antes, en tiempos de Manuel Estrada Cabrera fusilaban presos. Pasaron tres semanas y nada sucedía, pero don Chico no dejaba de ir al cementerio a medianoche. Al final de la tercera semana, don Chico andaba muy borracho y se puso a injuriar al diablo y sus demonios, retándoles a que se le aparecieran. Escuchó como chirriar de dientes, sintió miradas que venían de todas partes, sonido como de aleteo de alas gigantes, murmullos de voces guturales, como una bandada de jabalíes hoceando, Olores tan fétidos como indescriptibles. Finalmente, hacia él venía una persona montaba en un caballo azulado azabache, cuya negrura resplandecía en la oscuridad, de unos siete metros de altura, con los ojos como llama de fuego, de su boca exhalaba llamaradas y sus cascos al rozar el suelo producían chispas que olían como estar muy cerca de un volcán. Un hombre grande, de unos dos metros cuarenta de estatura se apeó del caballo. Cargaba unas botas estilo polichinelas hasta la rodilla, su pantalón negro bordado de oro, su camisa como la de un príncipe o un rey, portaba una espada muy grande llena de rubíes y diamantes. Su piel relumbraba y era tan pálida como la luna, su rostro muy apuesto, sus ojos azules eran como las joyas que le adornaban, su cabello rizado cambiaba del dorado más intenso a un rojo como fuego. Cargaba pendientes de oro en las orejas, una diadema de oro en su cabeza Cuando don Chico lo vio fue como ver un árbol, una montaña viniendo hacia él. Le dijo el diablo que él era el maestro de maestros y que sus sirvientes le habían contado de cómo don Chico lloraba enfrente del amate, llamándolo, invocándolo, diciendo que fuera por su alma. Don Chico cayó de bruces. Las piernas no le respondían, su boca se rehusaba a hablar. Era como si se hubiera tragado la lengua. Miraba al suelo, ya que ver aquella aparición le hacía sentir que iba a morir ahí, en ese preciso momento y lugar. El diablo exigió que le viera. Le dijo que le gustaba que le vieran a los ojos al negociar- Le preguntó si le gustaría venderle su alma. Apenas don Chico asintió vio como un ser que venía reptando, con alas y muchos brazos, cuyo rostro estaba tapado por alas negras le traía al diablo una gran jeringa, del otro lado un ser como un cocodrilo erguido como ser humano le traía un libro grande, forrado con piel como de ser humano. Satanás le introdujo una fina aguja en la vena del brazo derecho y extrajo una buena cantidad de sangre y ya se sabía el nombre de don Chico. Abrió el libro negro con cubierta de piel humana y en una página escribió el nombre de don Chico y la fecha. Don Chico se preguntó ¿Ahora qué sigue? El diablo, leyendo sus pensamientos le dijo que ahora le haría inmensamente rico. Don Chico estaba esperando instrucciones. El diablo le mandó unos pájaros oscuros, burlones, unos cuervos del tamaño de un ser humano que le indicaron comprar el entero de la lotería, le indicaron qué numeración comprar y así lo hizo don Chico. El fin de semana siguiente se jugaba el premio mayor de la lotería. Cuál fue la sorpresa de don Chico al ver que había ganado. Pidió todo su dinero, pero un asesor de voz ronca, con traje totalmente negro y mirada malévola le dijo que tomara una parte para comprar un camioncito de segunda mano, eso era lo que sugeriría su Maestro de economía de la universidad. Don Chico entendió todo e hizo lo que el asesor le indicaba. Le dijo el asesor que comenzara a sembrar de madrugada en el terreno de su familia, que comprar animales, que invirtiera en fondos del banco. Incluso que jugara apuestas arriesgadas a la taba, a la huicha y al póker. En menos de un mes don Chico ya tenía su camioncito, la primera cosecha de verdura había salido y se fue a la costa a venderla, como cuando iba con don Plácido, quien tuvo la cortesía de enseñarle a manejar y le tramitó su primera licencia. Vendió todo y de regreso trajo coco y plátano de la costa y arrasó vendiendo. Don Chico pronto tuvo que delegar el trabajo, comprar terrenos aledaños, abrir cuentas en diferentes bancos e invertir en acciones. A los seis meses se le instruyó comprar otro numero de lotería y así lo hizo y volvió a ganar y a los diez meses volvió a jugar y volvió a ganar. Un rayo no cae tres veces en el mismo lugar. Esa suerte solo le había tocado a don Lipe Colocho, quien se sacó la lotería tres veces seguidas. Las probabilidades eran una en billones. Don Chico se casó con una mujer llamada Estela, pero no había mujer que rechazara si don Chico quería estar con alguna. Ahora don Chico usaba calcetines calentadores de lana hasta la tibia y botas polichinelas, como de soldado alemán; Botas de piel de cocodrilo, botas de piel de tiburón y lentes de carey con marco de oro. Fumaba puros entorchados de puro tabaco. Tomaba los rones más finos. Bebía las mieles de la vida. A veces se le olvidaba y daba alguna ayuda a la gente pobre o a la iglesia y el diablo entonces llegaba con su acial a darle una tremenda paliza por malversar el dinero que le había brindado como parte del pacto. Don Chico ansiaba tener un hijo, pero el diablo siempre se lo negó, aunque don Chico gozaba derrochando su dinero en vicios y vida alegre. En una ocasión trató de ahorrar un poco de dinero y cuando fue a ver las monedas se habían convertido en barro que se hizo polvo en sus manos. Otras veces guardaba billetes en sacos y los mismos se convertían en hojas de maíz. Le mostraba el diablo que su riqueza no era transferible. Don Chico tenía terrenos grandes, cerros, lagos, nacimientos de agua, poblados enteros eran su propiedad. Tenía mucho ganado y a veces entre el mismo veía al diablo arreando las reses montado en su caballo o disfrazado de toro se paseaba vigilando a don Chico. Don Chico tenía prohibido por ningún motivo mencionar su pacto a nadie. Si no sería duramente castigado por el maligno. Dentro de don Chico se fue acumulando un vacío existencial cada vez más grande. Tener tanto dinero no le daba la felicidad. No le servía de nada haber ganado el mundo, pues se había perdido. A don Chico lo invitaban a bodas, bautizos, velorios, entierros, cuarenta días, cabos de año y él a ningún lado asistía. Le pedían aportaciones para construcción de proyectos y siempre se negó. Se granjeó la fama de tacaño, miserable que solo para el vicio tenía dinero. En una ocasión se le olvidó y fue a donar dinero para una operación. Durante una semana Satanás mandó a sus esbirros a darle unas buenas chicoteadas con el acial de cuero de vaca. Don Chico ya no podía ni soñar, ya que aún en sueños se le aparecía la figura de Satán burlándose de él. Muchas veces en parrandas se encontraba con alguna bella mujer, a la que sacaba a bailar, se bebían unas botellas y ya cuando se la quería llevar resultaba que era el diablo o alguno de sus esbirros burlándose de él. Cuando no estaba bebiendo y de fiesta don Chico manejaba a la costa a dejar producto y traer nuevos productos con él. Tenía varias abarroterías que prosperaban día con día. Cada producto que llevaba y traía le conseguía mucho dinero. Por dentro don Chico se sentía muerto, Una carcasa sin alma, alguien que hacía mucho tiempo había muerto, pero continuó así sus negocios. La gente murmuraba que don Chico era tan avaro que no le cumplía a doña Estela maritalmente, quizás porque era tan tacaño que prefería hacer más dinero en lugar de gastarlo teniendo hijos. Incluso se decía que había tenido hijos fuera del matrimonio con otras mujeres y se negaba a darles ayuda alguna, diciendo que él sabía cuales y cuales no eran sus hijos y que hasta el momento no había tenido un solo retoño. Los tiempos pasaron. Cuarenta años se fueron con el viento y don Chico era ahora un anciano que se negaba a envejecer. Siempre tomando. Siempre trabajando manejando sus camiones, que ahora eran tantos o más que los de Plácido, con quien perdió comunicación ya hacía tiempo y se decía estuvo agonizando por meses, negándose a morir hasta que su nieto Rómulo llegara a verle. No quiso recibir la extremaunción. Se dice que cuando Plácido murió un animal de piel negra, como un gran perro negro, pero que también tenía características como las de un lagarto salió de debajo de la cama de Plácido y este le había pedido a los familiares que no lo velaran ni lo enterraran en camposanto. Citaba Plácido que quería que fuera como su canción favorita que decía; “Que me sepulten allá entre los montes porque no quiero estar en camposanto” La familia, desobedeciendo a Plácido mandó traer al cura de la ciudad. Cuando el reverendo se acercó a Plácido y estaba persignando el aire. Sintió como si le hubieran dado una patada en sus partes pudendas, como una coz tremenda de un toro. Salió al patio con la premura de orinar, se alejó cuanto pudo y luego de que había terminado vio con terror que había orinado sangre y que el dolor en lugar de aliviarse subía y subía. Se sintió atemorizado. Vio sombras negras en pleno día y escuchaba carcajadas en el viento. Luego ya no pudo ver nada. Sus ojos se llenaron de oscuridad y tuvo que ser llevado por los vecinos de regreso a la iglesia, donde horas más tarde murió aullando como perro y rechinando los dientes, totalmente ciego. Los familiares de Plácido entendieron y lo llevaron a sepultar lo más pronto posible en un terreno que dispusieron para ese propósito. Solamente su esposa y sus hijas hembras. De diferentes madres, a quienes nunca ayudó. José Alfredo no llegó al entierro. Su nieto nunca llegó cuando Plácido agonizaba y lo clamaba para conocerlo. Mucho menos para ver cuando lo enterraron. Don Chico deseaba la muerte, pero no tenía idea de lo que le esperaría luego en la otra vida. Alguien le había dicho que los que tenían pacto vagaban ciegos en círculos en un infierno personal, donde escuchaban sonidos ensordecedores de aleteo de demonios que hacen sangrar sus oídos. Un infierno parecido a la pintura del Bosco, en el cual demonios los devoran, defecan y el ciclo recomienza. Demonios abusando a los condenados en todas las formas imaginables y ellos sufriendo irremediablemente, sin poder morir. Después de meditarlo por varios días don Chico invocó a Satanás, quien creyó que don Chico le ofrecería alguna nueva alma, como solían hacer los acaudalados que querían favores especiales. Cuando don Chico, con mirada decidida y parado firmemente sobre sus pies le dijo que quería deshacer el pacto. Que, si había una forma de anular el contrato que habían hecho con su sangre y firmado en el libro negro de los muertos él quería saberlo, porque ya no quería seguir con ese pacto. El diablo se molestó tanto, le dijo que desde antes de que él fuera concebido ya lo había escogido para tenerlo entre sus siervos, que si quería le daría otros bienes mayores, inimaginables. Incluso le ofreció la potestad de tener hijos, en una familia formada, con su esposa. Don Chico recordó que su esposa quería una boda religiosa, grande y solo pudieron casarse por el civil con un notario que el diablo había elegido. Se molestó tanto y le dijo al diablo que no importaba el castigo, que jamás volvería a doblegarse ante él y que nunca más le serviría. El diablo hizo un ademán de sacar su látigo, pero don Chico le dijo que perdía su tiempo, que ningún castigo le haría volver a esa podredumbre que era vivir con todo, pero no gozarlo, tener mucha gente y sentirse solo. Poseer tanto y sentirse vacío. Don Chico siguió trabajando, pero sus ganancias no eran las mismas, sus animales de corral como los chompipes, patos y gallinas se fueron muriendo, una peste en sus granjas, las vacas se ponían a correr como locas y se quebraban las crismas al chocar una contra la otra. Siete jornaleros murieron al caerles un rayo mientras colocaban un techo. Don Chico aún así no pensaba volver atrás de su decisión. Su esposa enfermó y en cuestión de días se apagó su luz. Don Chico ni siquiera lloraba. Le mandó a arreglar su servicio funerario. Quería una velación normal, pero ningún cura se animó a llegar y los vecinos le tenían pavor, pues decían que estaba maldito, que estaba salado. Don Chico seguía determinado a deshacer el pacto con el diablo. El maligno le seguía haciendo bromas y atrocidades, Cuando dormía a veces despertaba en el patio, con una piedra por almohada, sobre un hormiguero. Sobre plastas de estiércol, sobre espinas de Ixcanal. Lo elevaba por los aires, al sentirse levitar don Chico despertaba y el diablo lo dejaba caer de pecho al suelo, sacándose el aire en la caída y escuchaba risas demoníacas, como se contorsionaban de tanto carcajearse a costillas suyas. En una ocasión que don Chico iba para la costa en su camión el diablo se le apareció en la puerta de su casa y le dijo que volviera por las buenas, sino lo haría regresar por las malas, pero don Chico lo ignoró. Se fue a las dos de la madrugada de camino, había mucha niebla en la carretera. Al bajar por la Conora, entre Quesada y San José Acatempa. De la nada le apareció un camión muy grande, sonando las sirenas a todo lo que daban, con unas grandes luces enceguecedoras. Chocó el camión de don Chico a un costado y se lo llevó al fondo del barranco. Don Chico solo podía escuchar una risa sardónica y demencial antes de desmayarse del dolor. Lo sacaron del camión que prácticamente estaba envuelto en llamas, entre los hierros retorcidos se encontraba don Chico. Poco a poco con la quijada de la vida se fueron abriendo paso. Don Chico gritaba horriblemente que Satanás, conduciendo un camión gigante le había sacado de su camino y causado su accidente, los paramédicos, la policía y los periodistas tomaron aquello a broma. Pero de pronto se sintieron observados por miles de ojos, escuchaban como chirrido de dientes, risas, aleteos. Los periodistas optaron por no publicar la nota. Don Chico fue ingresado al hospital, donde perdía y recobraba la consciencia de cuando en cuando. Despertaba dando unos gritos guturales tremendamente feos. El personal del hospital creía que se debía a que el setenta por ciento de su cuerpo estaba quemado, pero eran visiones del horror, monstruos que le llegaban a despertar para atormentarlo. Cuenta don Chico que vio al diablo entrar abriéndose paso entre la multitud y llegar riéndose al pie de su cama y decirle que ya se lo había advertido, que cuando alguien es suyo, lo es para siempre. Que su alma seguiría condenada. Luego se fue, caminando entre la gente, nadie más lo podía ver, pero un enfermo que estaba amarrado, puesto que tenía tétanos y se golpeaba y golpeaba a los otros debido a la fiebre que ello le causaba veía aterrorizado como se alejaba aquella figura tan bella y atemorizante a la vez. Don Chico necesitaba dinero para injertos de piel. Pidió a uno de sus trabajadores que le fuera a sacar un dinero que tenía guardado, le indicó donde buscar, en un sótano con llave. Pero ahí no encontraron dinero, sino tuzas de maíz en costales, en un cofre encontraron monedas de barro que se deshacían al contacto con el aire y heces de animales y humanas acumuladas por toda la habitación. El trabajador y quienes le acompañaron creyeron que don Chico se había vuelto loco, pero cuando le comentaron el hecho él les dijo que eran burlas del diablo, quien se estaba desquitando con él. A todas las personas les contaba de su pacto con el diablo, rompiendo el secreto y haciendo consciencia en los demás. Vendió uno de sus camiones y algunas propiedades y logró hacerse las operaciones necesarias. Estuvo en el hospital por varios meses más. Ahí fue donde contó esta inverosímil, fantástica y entretenida historia. Vendió todas sus posesiones, mandó ungir su dinero y lo iba cambiando de ubicación para que el diablo no lo hiciera polvo y se compró un terreno debajo de la Conora, una finquita a la cual llamó “El olvido” donde pasaba sus días en su silla de ruedas, recitando y componiendo coplas campesinas, bebiendo un vino de vez en cuando. Incluso volvió a caminar. Cuando murió dejó dicho que no le fueran a velar y que lo enterraran en El olvido. Le terminó legando la finca a un amigo poeta, a quien conoció en sus últimos momentos, de quien se decía era nieto de Plácido Cordero. Apoyá en Ko-fi

Soy Adramelek, y escribo desde donde la comodidad se termina. Si valorás la palabra libre, podés apoyarla con un café.

martes, 30 de septiembre de 2025

Historias de la antigua ciudad (Continuación)

Chiquito Gorocha: Juan y Chiquito Gorocha estudiaban con mis hermanos mayores, cabe mencionar que soy el noveno de trece hermanos. Desde niños les tocó sufrir los embates de la vida. Adversidades que vienen con las carencias y falta de oportunidad. El etiquetamiento social que poco a poco convierte a las personas en lo que la sociedad quiere que sean y no en lo que realmente son o pudieran ser. Eran hijos de doña Orbe, su padre se llama Enrique y en la ciudad la gente le apodaba “Quique pedo”. Don Enrique pasaba el tiempo tomando alcohol con los borrachitos de las cantinas locales del barrio latino. Su crianza había sido de ignorancia y sufrimiento. No sabía leer ni escribir. En aquel entonces vivían en una casita que estaba enfrente de donde hoy se encuentra el complejo de la Universidad Panamericana en el barrio latino de esta ciudad. Don Enrique juntaba latas, chatarra, envases de PET, latas de aluminio para pagarse el vicio mientas doña Orbe vendía tortillas para tratar de sacar adelante a su familia. Había dos hijos más, JC y una muchacha cuyo nombre no recuerdo, que era madre de Arlin, una niña que fue criada por doña Orbe como hija. Gorocha es un tipo de ave nacional, de ahí el apodo. Todas las familias o al menos la mayoría de mi ciudad tienen un apodo familiar. Están los Charquitos, Los chorro de humo, Los piratas, Los queseros, Los gatos, Los chuchos, Los gallina, Los coquecha. Mi familia es la de los coyotes. Nos dicen así porque somos algo peleoneros. Cuando me preguntan si me molesta ser de los coyotes, yo les comento que al menos no soy de los Sereguetes (traseros) mis familiares no se tomaban con tanto humor como yo el apodo. Pero volvamos a la historia de los hermanos Gorocha. No se me el nombre de Chiquito Gorocha, pero le decían así por ser menor que Juan. Desde pequeño fue inquieto. Estudio a duras penas la primaria en la Escuela Lorenzo Montúfar de esta ciudad. De ahí se convirtió en un rebelde, causando pequeños hurtos, robos a punta de cuchillo, empezó a usar drogas. Perdió la mayor parte de los dientes antes de cumplir la mayoría de edad. Estuvo recluido en lugares de corrección de menores, de donde salía cada vez peor. Tenía un cuerpo musculoso y definido, siempre andaba sin camisa, sin importar la hora que fuera. A veces su rostro mostraba señales de enfrentamientos, moretones, sangre coagulada, arañazos. Parecía no importarle nada. Siempre andaba sonriente, con un octavo de ron en el pantalón. Pasaba a comprar benzodiazepínicos a la farmacia y los mezclaba con el alcohol y entonces “Se sentía como caminando en las nubes”, como él mismo refería. A veces Juan le acompañaba en sus delitos y caían presos los dos. Tenían tatuajes muy feos alrededor del cuerpo, producto de cada estadía en la cárcel. A veces iban a buscar ranas a los barrancos para venderlas a las señoras que practicaban brujería, pues decían que le introducían al sapo el nombre de la persona a la que debían maldecir por encargo y luego suturarle el hocico con hilo de cáñamo y dejar que el animal se fuera muriendo, manteniéndolo en un frasco, viendo como poco a poco se iba secando. Conforme el animal iba muriendo de inanición iba muriendo la víctima. Había personas que le inyectaban algo de suero al animal para hacer sufrir por más tiempo a la víctima de la maldición o embrujo. Al ver esta práctica de inyectar a los sapos a Chiquito se le ocurrió que a lo mejor si le extraía ponzoña a los sapos podría tener un efecto de sedación como el de las drogas. No se equivocó. Ahora, no solamente usaban los sapos para venderlos a las brujas, si no para extraerles toxinas para drogarse. En una de esas ocasiones buscando sapos Juan fue solo y estuvo como siempre, hasta tarde en el barranco del Manguito. De pronto vio una mujer, cabello dorado, como el trigo, crespo, de rostro muy agradable, vestida de blanco, que le dijo que hacía días lo estaba viendo y que lo quería conocer. Confiado se acercó y ella le extendió sus brazos, pero al abrazarla, por un instante, luego de cerrar los ojos los volvió a a abrir y vio hacia abajo. Las piernas bellas que al principio había visto se habían tornado las largas piernas de una arpía, como las garras de un buitre y ahora la actitud de la mujer había cambiado. Su ropa blanca se hizo harapos viejos y corroídos por la lana del río. Su piel se volvió fría y quebradiza. Comenzó a dar puñetazos, arañazos al rostro de Juan, que confundido no podía creer al ver que el rostro de aquella mujer era el de un caballo, que intentaba sacarle los ojos y reía con risa ronca, mientras le juraba que se lo llevaría con ella; Juan, como pudo sacó un octavo de alcohol y se lo vació a la mujer, que no era otra que la Siguanaba, mujer del barranco. Se acordó que había que amarrar ciertas plantas que solían decir que eran como sus cabellos. Amarró unas y arrancó otras y la mujer se retorcía de dolor, maldiciendo y queriendo alcanzarle, pero amarrada por aquel secreto que la gente conocía de amarrar ciertos helechos que se decía eran sus cabellos. El río eran sus lágrimas, el barranco su boca, las piedras sus dientes, donde estrella a sus víctimas. Como pudo, Juan salió del barranco con la ropa hecha harapos, dando gritos, mientras se escuchaba una voz horrible que maldecía en la negrura del fondo del Manguito. La gente salió a ver qué pasaba. Juan les contó entre sollozos lo que le había pasado. El aire se había vuelto de pronto más frío, los gatos maullaban de una forma aterradora. Los perros no paraban de ladrar. Del fondo del barranco se escuchaban carcajadas y aplausos muy fuertes, mientras una voz ronca llamaba a Juan y las personas mayores decían que “lo habían jugado”. Desde entonces no fue el mismo, hablaba arrastrando las palabras. Sus ojos estaban permanentemente en asombro, abiertos a la nada. Ya no se cambiaba ropa. Usaba los mismos harapos del incidente con la Siguanaba. Como seguía yendo a otros barrancos su piel se comenzó a tornar oscura por la suciedad de la basura y las cosas que conseguía para vender. Al principio su fuerza era descomunal y ahora se caía al intentar llevar unos cuantos cartones, así que los arrastraba en un cartón principal, ahí subía todo el reciclaje que conseguía, compensando la fuerza perdida con ingenio. Caminaba torcido, cojeando de una pierna y a veces caía acostado en el suelo por el desequilibrio en sus piernas. Los dientes se le comenzaron a caer. Cuando estaba en el basurero municipal, que en ese tiempo estaba al fondo de la calle Victor Murga de esta ciudad, donde comienzan Los imposibles Juan atacaba a la gente, profería insultos contra quien llegara a tirar la basura y les amenazaba con una navaja, aunque por lo general el viento lo tiraba y no se podía levantar, se sentaba en la tierra y encendía un cigarro. A toda la gente le decía que solamente fumaba cigarro, pero no era cierto, a veces se escondía dentro de unos trapos sucios que andaba cargando y prendía una pipa cargada de crack. A veces los harapos, de tanta mugre, aceite y demás cosas que tenían embarradas agarraban fuego y terminaba quemándose las pestañas y el bigote por el fuego súbito. En ocasiones mi hermano Marco Tulio y yo íbamos al río a buscar peces de los nacimientos y veíamos a Juan meterse en calzoncillos al río, en lugares entre las raíces de los árboles y salía dando alaridos, mientras en las manos traía agarradas grandes jaivas o cangrejos, que luego vendía a los vecinos. Muchas veces cuando venía caminando penosamente por la calle algún carro lo atropellaba, aunque sobrevivió en todas las ocasiones. Ahora, pensando objetivamente podría decir que Juan Gorocha terminó teniendo un tremendo viaje en el que alucinó con la Siguanaba y se golpeaba contra las ramas de los árboles del Manguito, por eso tenía arañazos. De tanto inyectarse toxinas de sapo dañó su cuerpo y por eso caminaba sin equilibrio y abría mucho los ojos, ya que pudo haber dañado su sistema nervioso. Enloqueció al final de tanto consumir diferentes estupefacientes; cabe mencionar que después de ser “jugado” siguió consumiendo crack. Quizás los vecinos magnificaron las cosas y los animales se alborotaron oyéndolo gritar guturalmente desde el barranco. Las risas pudieron ser un invento o una alucinación colectiva, pero quien sabe. El padre de los Gorocha murió en un accidente, cuando regresaba a casa totalmente borracho y un automovilista imprudente, posiblemente igual de borracho le atropelló y se dio a la fuga. Doña Orbe se encargó de comprarle la caja y enterrarle de acuerdo a sus posibilidades, aunque recibió apoyo de la caridad de personas buenas del barrio. Chiquito Gorocha continuó su vida caótica de robos y demás delitos, excesos de toda clase. La mamá de Arlin se fue a vivir al Pajonal y nunca regresó por ella, pero siempre ayudaba a doña Orbe a hacer las tareas de la casa. En una ocasión Chiquito Gorocha tocó a la puerta de nuestra casa, pidiendo algo de comida y mis padres le regalaron un poco de sopa, le calentaron tortillas. Incluso mi padre le regaló un par de botas, pues andaba descalzo. Entonces les comentó que él tenía en venta unas televisiones, que las daba baratas. Le dijeron que no les interesaba y dijo que lástima, dio las gracias y se fue. A las horas pasó con unos monitores de computadora. En su ignorancia creía que eran pantallas de televisión. Quién sabe dónde las vendió, pero horas más tarde la policía andaba buscando a quienes se habían robado dichos aparatos, ya sabían los nombres y todo. Aunque a Chiquito lo atraparon porque cargaba un suéter de la academia de la policía y era prohibido usar esa ropa sin ser policía. Le dieron una golpiza enfrente de toda la gente, pues en aquel entonces el sistema penal era totalmente inquisitivo y era cosa normal para la policía dar “calentaditas” a los capturados. Hasta por ir en bicicleta contra la vía se ganaban una paliza las personas. Seguido veía a Chiquito en las maquinitas arcade de Mario Patrulla, que estaban frente al parque, fumando cigarros, planeando robos con sus compinches, jugando algún videojuego. A veces aparecía con el pelo teñido de rubio, peinado como rocker, pues era completamente hirsuto. Su nariz achatada de tantos puñetazos tenía como pecas, pero eran más una petequia en la piel por heridas antiguas, cicatrices. Siempre con algún ojo morado y la clara del ojo llena de sangre, pero sonriendo, como ajeno al dolor. Chiquito tuvo el infortunio de toparse con un personaje al que apodaban el cuervo negro o algo así, que era como un matón a sueldo, pero usaba machetes y cuchillos en lugar de armas de fuego. Parece que ese día estaba lloviendo. Chiquito llegó a resguardarse al antiguo Polígono de tiro que está en el Barrio Latino, bajando por la calle Víctor Murga. Ahí fue que se encontró con ese hombre vestido de negro, de rostro romo, bigote ralo, de intenciones funestas. Chiquito le dijo algo así como que era bueno tener un compañero para pasar la lluvia y el hombre se sonrió. Le preguntó para qué quería el machete y el hombre le dijo que buscaba un cerdo rebelde que brincaba a los terrenos ajenos, comiéndose el maíz de los propietarios de los lugares donde se metía. Chiquito no comprendía analogías y no le tomó importancia. Estaba fumando un cigarrillo cuando sintió el primer corte de machete en el cuello. Casi le decapitó por completo. La cabeza quedó en un colgajo de tendones, mientras la sangre fluía a borbotones. Chiquito gritó algo como que no había que jugar así. La gente se dio cuenta de lo que pasaba. Juan Gorocha estaba en el barranco cercano y al escuchar la conmoción se acercó. Vio a su hermano agonizando y comenzó a llorar. Trataba de darle más tiempo de vida con un vaso donde echaba agua y trataba de hacer que la cabeza bebiera. Aún vio al hombre alejarse. El hecho quedaría impune y hasta sería celebrado por las personas a quienes Chiquito Gorocha robó alguna cosa. JC se sumió en la fe católica y varias señoras le patrocinaron sus estudios. Logró graduarse de maestro. Consiguió un trabajo dando clases en una modesta escuelita en una aldea y gracias a su constancia y sus buenos hábitos, aparte de trabajar hasta vendiendo diario cuando no estaba dando clases logró seguir una carrera universitaria y ganarse el puesto de Director de la escuelita. Juntó dinero para comprar una casita y se llevó a su madre a vivir con él y a Arlin. Siempre que Juan Gorocha volvía al cuarto donde vivían, con la puerta hecha de tablas de reciclaje, con el altar a varias vírgenes en un espacio reducido. Le llevaba regalos a Arlin, le contaba de su día atrapando cangrejos o reciclando cartón y otras cosas. La gente jocosamente apodaba a Juan Gorocha “Rambo”, pues decían que la mugre que se había pegado a su ropa lo hacía ver como el camuflaje militar. Cuando Arlin se fue de la casa Juan daba gritos horrendos. Con gran angustia repetía una y otra vez “Ali Marleny”, “Ali, Ali Marleny, no puede ser, no, porqué te me fuiste”. JC tuvo a Juan Gorocha un tiempo, le habilitó un lugar en su casa, pero Juan tenía actitudes criminales hacia la familia de JC, tanto que tuvieron que sacarlo los policías por amenazar a los inquilinos de la casa con un arma punzocortante. Tiempo después Arlin se unió a un hombre que andaba cantando en la calle por unas monedas al que apodaban “El temerario” pues cantaba canciones de Los temerarios a capella y con una velocidad chistosa. Definitivamente Arlin tenía problemas cognoscitivos, pero a pesar de eso encontró la felicidad cantando junto a su nueva pareja en las ferias y la terminal de buses. Luego de un tiempo se separaron y Arlin ahora era conocida como “La temeraria” aunque sus canciones eran coros de la iglesia católica, que aprendió yendo a misa con su abuelita y una canción de una telenovela. Tuvo dos hijos, a quienes cuida con mucho empeño, aunque a veces pierde la paciencia. Ahora trabaja de doméstica en distintas casas y las personas de buena voluntad le dan una ayuda cuando la ven. Juan Gorocha aún vive en la cárcel, donde ya tenía varias entradas desde joven. Doña Orbe murió en paz y sosiego hace unos años atrás. Rolando Enrique Rosales Murga Apoyá en Ko-fi

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miércoles, 3 de septiembre de 2025

Historias de la antigua ciudad (Extracto)

Historias de la antigua ciudad de Jutiapa: Esta es una recopilación de historias que se contaban en la ciudad de Jutiapa en mi niñez para infundir temor en los más pequeños. A veces con el fin de persuadirles a obedecer a sus mayores, otras simplemente fueron situaciones que la cotidianidad fue hilvanando y se fueron pasando oralmente en la tradición y en algún punto se perdieron, pero aquí trataré de recordar y nombrar las que se me vengan a la memoria. Los abordaré brevemente, haciendo énfasis en porqué eran sensación y trataré de ser a la vez sucinto. El brujo del Hotel Ordóñez. Este era un personaje de unos dos metros cinco de estatura, unas cuatrocientas cincuenta libras de peso, cabello lacio, castaño, largo, en cola de caballo. Piel blanca y pálida, nariz respingada, ojos de mirada seria. Siempre vestía de negro de pies a cabeza. En sus manos portaba muchos anillos de oro muy gruesos, con piedras preciosas, muchas cadenas y esclavas de oro. Para aquel entonces yo ni siquiera sabía leer ni escribir. Me daban miedo los brujos, por las historias que se contaban. En casa no teníamos televisión, pero donde mi tía Lucy solía ver que ella era muy creyente de las predicciones de Walter Mercado, yo no sabía si Walter Mercado era una señora o un señor, por la voz extraña y la túnica, las manos llenas de oro, como las del brujo del hotel Ordóñez. Me causaba miedo ver las predicciones de Urbano Madel en el periódico. Los adultos las leían y decían que había que hacer concentración mental a cierta hora. Pero según mi mamá la gente que meditaba o hacía concentración mental estaba poniendo su mente en blanco para poder hablar con el diablo. Decían que el brujo del hotel Ordóñez también solía meditar y recomendar concentración mental. Se contaba que era muy bondadoso. Personas en la calle lo paraban y él les daba frasquitos, como de gotas para la vista a veces a precios módicos, a veces gratis. Se decía que había curado a muchas personas de enfermedades terminales. Siempre portaba un ataché de cuero negro, donde cargaba sus medicinas, a pesar de no ser médico de carrera. Cargaba también talismanes y dinero, mucho dinero en efectivo, ya que no confiaba en los bancos. Cargaba diferentes monedas, como dólares, lempiras, córdobas, en aquel tiempo había colones y claro, quetzales. Atendía a los clientes en el hotel, pero dormía en el Barrio Latino, en una casa blanca colonial que está al inicio de la octava avenida, enfrente de cable Yes. El hecho de manejar mucho dinero en efectivo hizo que se volviera un blanco atractivo para los amigos de la mala vida. En una ocasión que regresaba ya entrada la noche al lugar donde dormía lo esperaron tres tipos encapuchados, con armas de fuego. Estaban dispuestos a quitarle su ataché, pues sabían que estaba repleto de dinero. Cuando con amenazas le intentaron despojar de sus bienes no se inmutó ni cedió a las peticiones de los delincuentes; ellos, muy enojados le dispararon cada uno desde el ángulo donde se encontraba. Cada uno descargó su tolva contra el cuerpo del brujo. Estaban seguros de haberlo ejecutado, pues le vieron caer, aunque no sangrar. Hay versiones que dicen que solo tenía orificios de entrada en la ropa, pero que las balas no perforaron su cuerpo, otros dicen que ni una sola bala dio en el blanco. De alguna forma desvió los disparos. El caso es que el brujo se levantó, en sus brazos tenía el ataché abrazado y del mismo sacó una gabardina de cuero negra que se puso y se fue con prisa al lugar donde solía dormir. No tenía muchas cosas en dicho lugar, apenas una colchoneta y una televisión. Yo le vi llegar sudando, sacar sus cosas y pasó saludándonos a los chicos que jugábamos en la cuadra. Nos regaló veinte quetzales a cada uno y nunca más se volvió a saber nada acerca del brujo del Hotel Ordóñez. Desapareció sin más y con el tiempo la gente le olvidó, al suceder otras cosas extrañas. La Tienda de doña Nico: Doña Nico Cámbara tenía una tienda que olía muy rico, siempre limpia, trapeada, con aroma a desinfectante. Las tiendas por aquel entonces eran más como distribuidoras, se vendían cirios, candelas de sebo, keroseno para los candiles, candiles, ocote, leña, huevos, azúcar, sal. Eso era lo principal. Apenas surgían algunas marcas de café, aún se vendía café puro cosechado y molido. Había costales de arroz, de harina de trigo, fécula de maíz, charamuscas, bolsitas de escabeche y otros. Enfrente de la tienda de doña Nico estaba la de doña Toyita y una cuadra arriba la tiendona de doña Chavelita. Esos lugares distribuían productos de primera necesidad a precios cómodos. Tenían cajitas con tomate, cebollas, pepino. Vendían dulce de leche, canillitas, jocotes en miel. melcochas, que son a base de melaza que se estira hasta darle un sabor dulce intenso; coyoles en miel. Esos eran los que degustaban los niños golosos por aquel entonces. Para los problemas de la piel vendían sulfatiazol y para problemas estomacales el bismuto compuesto de Ancalmo, vendían super tiamina 500 para energizarse, denguinas para los síntomas del dengue, que en estos lares era algo muy común por aquel entonces. Era el año mil novecientos noventa y cuatro. Doña Nico contaba ya con noventa y ocho o noventa y nueve años. Se la pasaba sola atendiendo, aunque a veces alguna señorita de las que le asistía le ayudaba a despachar. Tenía un estante de madera, de donde tomaban el arroz, el frijol o el azúcar. Era muy vistoso y a pesar de estar abierto jamás había algún bicho ahí, como algún gorgojo o algo así. La esquina de la tienda de doña Nico era parte de la casa de don Chevito Cámbara, a quien apodaban el hombre más rico de Jutiapa. Había sido alcalde. En la puerta centenaria de su casa aún se puede apreciar un hierro donde se amarraba al ganado mostrenco de la ciudad para que los dueños lo pudieran ir a reclamar. Don Chevito no confiaba en los bancos. Mantenía pacas de dinero en costales al sol pues alguna vez cantidades se le pudrieron porque se humedecieron en la oscuridad. Escopeta en mano, sentado en una silla mecedora cuidaba su tesoro don Chevito. Aunque no es el personaje principal de la historia, si no su familiar doña Nico. El paso del tiempo había hecho pequeñita a doña Nico. Su cabello cortito como la nieve, sus ojos cansados, su voz grave por el paso de décadas inciertas. De semblante serio, pero siempre amable. Cada que nos mandaban a comprar comprábamos un quetzal de dulce de leche o dulces de menta, que eran como a cinco centavos cada uno o un quetzal de huevitos, que eran manías confitadas, también a cinco quetzales, vendía chatos, que eran un vaso de refresco. Recuerdo que traían un sol cachetón dibujado en un empaque blanco. Vendía cucos, que eran unas bolsas alargadas de hielo saborizado y topogigios, que eran casi iguales, pero más pequeños y anchos, de sabores como manía, naranja. Frascos de vidrio con tapa de hierro que contenían pan de yema, espumillas y otros manjares. También vendía esencias para dar sabor y color a las granizadas. En aquel entonces vendían panitos Wini, ricitos, comenzaban a distribuirse las tortillitas Señorial y el producto envasado y de marca iba desplazando al producto tradicional simplemente empacado en bolsa cristal. Como la familia Cámbara era desde hacía más de un siglo una de las familias ganaderas más famosas de la ciudad vendía leche temprano, desde como las cinco de la mañana. Fabricaban requesón, mantequilla lavada, queso fresco, pero la sensación de la tienda de doña Nico era el queso seco, para echarle a los frijolitos. Tenía unos grandes quesos redondos de cincuenta libras y con un cuchillo cortaba las tajadas, según el cliente quisiera y usaba para las medidas pesitas de latón de cobre. Como veinte pesitas de tamaños graduales que iban de la más pequeña a la más grande como una muñeca rusa, como se hace en el Occidente, pues decía que era la medida más exacta. Trenzas de ajo colgadas en la baranda, pues olvidé mencionar que había una baranda blanca para aislar a doña Nico de posibles peligros, tenía una puertecita que se mantenía con llave y una pequeña puerta abatible que solo se abría desde dentro, por la cual despachaba los productos. El piso era blanco y negro, brillante y oloroso, como el color de una vaquita, decían los vecinos. A nosotros nos mandaban a traer leña en un diablito de la casa de mis tías, para preparar cosas en el horno de barro. A veces pasaba algún loco del barrio como Chiquito Gorocha, quien llegaba a comprar algún pan con una mini coca. Se ponía a contarle a doña Nico que tomaba dos diazepam con un octavo de ron blanco y sentía que caminaba en las nubes, ella solamente meneaba su cabeza de lado a lado en señal de desaprobación. A veces al salir de la tienda estaba una persona con problemas mentales en las esquinas, a quien apodaban Morocho, era moreno, de un color de tez casi rojo, como el cobre, el pelo crespo largo, totalmente enmarañado, su cuerpo era mullido de pelo, sus extremidades musculosas y el abdomen que envidiarían los usuarios de los gimnasios de estos tiempos. Todo el tiempo andaba sin camisa, sin zapatos, solamente con una pantaloneta corta, que al parecer era del Deportivo Jutiapa, que quizás alguna persona caritativa le regaló. Si veía pasar a un adulto lo ignoraba o le pedía dinero, pero si veía pasar a un niño pequeño lo corría, lo asustaba gritando guturalmente, como un animal o le quitaba la compra y la tiraba al suelo y se paraba en ella. Daba manotazos muy fuertes, patadas. Era el terror de los niños de aquel entonces. A veces estaba en el parque haciendo calentamientos como rodilla al pecho en salto, lagartijas, payasitos, sentadillas, zancadas, sombra de boxeo, estiramientos. A lo mejor antes de perder la razón era atleta, lo que explicaría su cuerpo definido. Doña Nico parecía inmutable a cualquier cosa, era una mujer muy valiente, siempre con su semblante serio. Hasta ese día que ocurrió algo terrible, que perturbó en sobremanera el corazón de doña Nico. Estaba ella solita en la tienda, a eso de las tres de la tarde de un sábado, cuando un hombre entró fumando un cigarrillo. Compró una gaseosa y le preguntó si a ella le gustaría comprar algo de oro, pues él portaba joyería muy fina. Doña Nico no pensó nada malo y simplemente le pidió que le mostrara las joyas que tenía a la venta. El hombre sacó de un ataché negro de cuero una chumpa, también de cuero. Un horror indecible se apoderó de doña Nico al ver que el hombre desenvolvía de la chumpa de cuero un brazo humano amputado, parecía la de un hombre, con vello rubio en el antebrazo y en medio de los dedos, el brazo aún goteaba sangre, enjoyada, tenía anillos en cada dedo, varios, grandes, con piedras preciosas, y unas quince esclavas. Le dijo que también cargaba cadenas de oro y se dio unas buenas carcajadas cuando doña Nico, horrorizada por el dantesco espectáculo no podía ni contestar. El hombre se fue riendo, complacido de haber mostrado su pieza, su cometido quizás era el de asustar y lo había logrado. Cuando los familiares y cuidadores de doña Nico llegaron ella estaba exaltada y les comentó lo que le había sucedido. La historia se expandió como pólvora y los vecinos crearon su versión de los hechos, asegurando que aquel brazo no era otro si no del brujo del Hotel Ordóñez, de alguna manera lo habían logrado ultimar y le habían robado las partes del cuerpo y se las habían repartido, ya que las joyas estaban atascadas en las manos y el cuello. Nunca se comprobó esa versión. Sin embargo, siempre se contaba en las velas y reuniones aquel macabro hecho, como algo que nunca se había visto en el Barrio Latino de la ciudad de Jutiapa. La Siguanaba de los Helados Pops. Una leyenda recurrente en el imaginario popular de los jutiapanecos ha sido la Siguanaba, ese personaje enigmático que pierde a los hombres enamorados o borrachos y los despeña en el barranco que es como su boca y los estrella contra las piedras, que son como sus dientes. Que según se dice a algunas personas solamente las juega y los deja atontados para siempre. Muchas personas aseguraban ver a la Siguanaba bañándose a medianoche en la antigua Pilona Municipal. En ese tiempo casi nadie pasaba por ahí de noche. A la par de la pilona tenía su casa una señora a quien en la ciudad apodaban “La Julia loca”, que salía a vender verduras con un yagual, que es como un trapo que se redondea encima de la cabeza y sobre el yagual las mujeres se ponen un canasto. Era peculiar la forma de vender de doña Julia. Se molestaba si no le compraban y decía riendo: “No quieren ni mierda estos hijos de la gran puta”. Sus piernas eran delgadas y resecas por el paso de los años, con várices, su piel argeñada por los años, era morena, pelo blanco y le faltaban dientes. A veces tenía crisis mentales y no dejaba a la gente lavar en la pilona. Les lanzaba piedras muy molesta. A quien siempre dejaba lavar era a doña Maura, abuela de los chiquitos Gorocha, sobre quien escribiré en su momento. En una ocasión una de las sábanas de doña Maura se fue muy alto, como a unos cien metros de altura y desde arriba planeaba como alfombra de Aladino. La gente decía que doña Maura se dedicaba a la brujería y lo creyeron más cuando le ordenó a la sábana bajar y fue bajando poco a poco hasta volver a donde ella la tenía tendida. Había gente que hacía bromas, diciendo que a quien veían bañarse a medianoche y confundían con la Siguanaba era a doña Julia, que quizás hacía algún sonido gutural por sus problemas mentales. A unos cuatrocientos metros de la pilona se encuentra el Manguito, que es una calle llamada así porque antes era un campo en el cual había árboles de mango y otras variedades como de guayaba, cedros centenarios, imponentes que se nutrían del sol y de nacimiento de agua que corría en forma de arroyuelo por entre los árboles. Los niños que vivían alrededor iban a cazar cangrejos pequeños y a veces encontraban grandes. Cangrejos que eran de tierra y cangrejos que estaban en el arroyuelo. También había peces pequeños que los vecinos intentaban criar en sus peceras, pero que al sacarlos del agua del manguito morían en pocos días. Recuerdo que con mis primas, mis hermanos y otros vecinos íbamos a casa de Huicho Robles, quien era un artesano que nos vendía barriletes cuando era época y otras artesanías que él fabricaba como pulseras, collares de lana o de hilo de cáñamo y otros. Le encargábamos a Huicho nos hiciera resorteras u hondas para poder jugar a combatir con sus familiares. Era un enfrentamiento amistoso entre los Murga y los Robles. Escondidos tras un árbol nos reíamos mientras todo mundo lanzaba piedras por todos lados, aunque no nos heríamos ni teníamos mala intención para con los otros. Empero, siendo niños no medíamos el peligro de nuestros juegos. En aquel entonces estaban reparando la casa de mis tías, de modo que mi familia se mudó a la antigua prisión de mujeres y los Robles vivían enfrente. La matriarca de los Robles era una señora de unos ochenta años, cabello totalmente blanco, llamada doña Pascuala, quien vendía tortillas en su casita. Cuando era joven doña Pascuala había tenido un desafortunado accidente, en el cual estaba rajando leña con una hacha y una de las astillas de la leña se clavó en su ojo, dejándolo blanco. Era una persona amable, muy querida por los vecinos, hacendosa, trabajadora. Recuerdo una navidad que jugábamos a la guerra de cachinflines con los Robles y decidí tirar una bomba de unos treinta centímetros en la oscuridad. Estaba escondido entre el monte, agazapado como liebre. De un salto lancé la bomba al aire, se elevó unos tres o cuatro metros. Por unas milésimas de segundo la noche oscura se iluminó con el estallido. Los oídos me zumbaban y quedé enceguecido por un momento por la explosión. Todos los demás participantes de la guerra de cachinflines se quejaban de los oídos y de ver solo sombras por un momento. Eventualmente fuimos recuperando la visión, pero el zumbido de oídos y la impresión no se nos quitaron. La gente decía que el Manguito era uno de los lugares donde la Siguanaba aparecía, caminando o se columpiaba de rama en rama en los árboles. A veces esperaba a los borrachines, tomando las facciones de la mujer de la cual ellos estaban enamorados. Habia un joven llamado Juan Gorocha, que se decía que buscaba sapos para sacarles la ponzoña o para venderlos a las mujeres que se dedicaban a la brujería. Se la pasaba en el arroyuelo del Manguito en las tardes, cuando el sol iba cayendo, a veces salía ya entrada la noche. Una de tantas noches la gente se asustó mucho, pues Juan salió dando alaridos, con el rostro y el pecho lleno de arañazos, como si un animal le hubiera atacado. Lloraba desenfrenado. Los vecinos le preguntaban qué le había pasado. Les contó que mientras estaba buscando ranas se topó con una muchacha muy bella, de vestido blanco, que le dijo que había llegado a buscarle. Se sintió emocionado, la chica lo abrazaba con dulzura. En una de esas vio para abajo a los pies de la chica y vio que eran como patas de águila gigantescas, llenas de garras. Intentó correr, pero ella le tomó de la camisa y comenzó a darle puñetazos y arañarle la cara, como queriendo sacarle los ojos. Los vecinos decían que la Siguanaba lo había jugado. Nunca volvió a ser el mismo. Pasaba lleno de hollín, arrastrando cartones y basura a altas horas de la noche. Aunque no ahondaré en detalles de la historia de Juan, sea porque ya lo narré en mi cuento de la Siguanaba anterior o porque voy a ampliar cuando cuente la historia de su hermano, Chiquito Gorocha. Estas eran unas primas, Claudia y Karina. Ambas muy guapas y trabajadoras. Laboraban en la heladería Pops que se encontraba enfrente de la Parroquia de la Iglesia Católica de la ciudad de Jutiapa, donde ahora hay una venta de artículos típicos. Les iba bien trabajando para poder pagarse sus estudios para ser maestras de educación primaria urbana en el Colegio de Magisterio. Eran muy alegres y a veces salían con sus amigas o con algún enamorado a cenar, pero siempre cuando una salía la otra la esperaba, viendo desde el segundo nivel donde estaba el apartamento y ahora hay un café. Desde ahí veían unos árboles frondosos que habían en unas casas que estaban debajo, contiguo al local, donde en ese tiempo vivía la familia Corado y ahora hay un gimnasio. Una noche Claudia fue a cenar con un enamorado, bailaron y ya cerca de la medianoche le tocó que irse sola, caminando por la oscura ciudad hasta su apartamento. De pronto, de los frondosos árboles del antiguo parque Rosendo Santacruz vio bajar columpiándose una silueta de mujer, gritando y llorando, riendo y como rechinando los dientes. El terror se apoderó de Claudia, quien no sabía qué hacer. La presencia le tomó de los cabellos y no se le ocurrió otra cosa que lanzarle una patada, que tumbó al suelo a la Siguanaba. Mientras Claudia huía despavorida buscando las llaves del portón de su apartamento. Logró encontrar rápido las llaves, afortunadamente y entró corriendo en sus aposentos, donde se topó que Karina había salido con unas amigas y había dejado la televisión encendida. Podía escuchar cómo la Siguanaba golpeaba el portón de la calle, riendo, colérica mientras gritaba el nombre de Claudia. Ella solo le dio todo el volumen a la televisión y esperó que aquello pasara. Como a las dos de la mañana Karina con unas amigas llegaron al apartamento y Claudia les contó la experiencia. Las risas que todas iban compartiendo y el hablar fuerte se convirtieron en un silencio sepulcral, un frío tremendo les corría por la piel y esperaron al amanecer. Cuando el sol salió fueron a ver el portón y la pintura de aceite del mismo estaba pelada en algunas partes, donde se veía como si alguien con grandes uñas o un gran rastrillo hubiera arrancado la pintura en patrones como equis. No dijeron nada y solo fueron a la ferretería a conseguir pintura de aceite. Ese día Claudia abría la heladería, pero estaba inquieta, recordando el ataque de aquel ente de pesadilla. Apoyá en Ko-fi

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miércoles, 27 de agosto de 2025

Caminos conexos

Caminos conexos La historia comienza con mi hermano Marco Tulio y yo, cuando teníamos unos 6 y 7 años, respectivamente. Siempre nos íbamos a explorar a diferentes lugares de la ciudad. Conocíamos diferentes terrenos y atracciones locales. Una de ellas era la Poza de la Hogadita, que se ubica en la calle de los cocos, propiedad de una familia a quien apodan los Pepesca, que se dedican a la ganadería vacuna y caprina. Nosotros íbamos a jugar a un mangal de los pepescas, de donde nos llevábamos mango maduro, mango verde; pero sobre todo, íbamos para poder jugar con los chivitos. Había unos 150 o 200 chivos en ese apartado, mi hermano Marco Tulio les decía “Los tontuelos”. Éramos tan inocentes que no sabíamos del peligro de andar en terreno ajeno. Es bien sabido en la ciudad de un terreno contiguo a la agencia Elektra, donde un terrateniente mató a un niño de un disparo por entrar a tomar mangos. El niño quedó en rigor mortis con el mango en la mano, dándole una mordida. Volviendo a Marco Tulio y a mí, mi hermano les decía “¿Listos, tontuelos?” y se lanzaba sobre un chivito al tratar de montarlo. Yo también hacía lo propio, los chivos nos botaban a los 8 o 10 segundos. Salíamos volando por los aires, golpeábamos el suelo con nuestros cuerpos y nos matábamos a carcajadas. Nos íbamos bien devanados, pero felices. Mientras comíamos a la mesa y mi abuela nos servía nos reíamos con complicidad. Mi hermano susurraba “tontuelos” y nos carcajeábamos. Decía mi abuela, que quienes se ríen solos de sus picardías se acuerdan. Pero nosotros nos ateníamos al plan para volver a jugar. En una de las ocasiones que íbamos a jugar con los chivos a la Hogadita el dueño nos encontró jugando con los animales, pero no nos dijo nada, al parecer a él también le parecía graciosísimo que intentáramos montarlos y saliéramos disparados en cada intento, cayendo aparatosamente. Una tarde mientras jugábamos, escuché a alguien toser entre los árboles. Rápido le advertí a Marco Tulio y fuimos a ver a donde provenía el ruido. En uno de los árboles de mango se encontraba Fila, un hombre de unos 30 años, a quien conocíamos porque era amigo de nuestros primos y hermanos mayores. Creo que se dedicaba a lustrar zapatos. Era moreno, pesaba unas noventa libras, medía como un metro setenta y cinco. Tenía varios tatuajes en el cuerpo y se vestía con ropa floja, esa era la moda por aquel entonces. Cargaba varias cadenas y pulseras de plata. Sus ojos siempre se veían rojos, como inyectados en sangre. Unos dientes aserrados, mirada malvada y burlona, usaba el pelo corto rizado, negro. Estaba fumando un puro de marihuana subido en el árbol, pero había improvisado una cama con tablas de media y costaneras, clavos hasta darle la forma de una perezosa. Tenía sábanas. Al parecer vivía ahí. Ya sea porque lo echaron de casa, ya sea que era su punto para consumir o hasta quizás se escondía ahí de la policía por algún delito. Con el tiempo dejamos de asistir con los tontuelos y en su lugar íbamos a las maquinitas de Mario Patrulla, que estaban frente al parque. Ahí también veíamos a Fila junto a su compinche, al cual apodaban el Guanaco. Jugaban maquinitas arcade como todos, pero no paraban de fumar cigarrillos. Se iban a la vuelta, al Manguito, que era un baldío al otro lado del parque Rosendo Santacruz. Ahí se fumaban unos porros de hierba y luego regresaban con los ojos bien rojos y achinados. Pasaban comprando un pan y una gaseosa a la tienda de la esquina de doña Carmelina Cámbara. Mi hermano y yo pasábamos a comprar dulces de leche a esa tienda. En aquel entonces era uno de los lugares mejor surtido. Vendían ocote, creo que, hasta keroseno para los candiles, ya que algunas personas aún lo usaban. Huevos, azúcar, sal, charamuscas para cocinar, pegamento para pegar las varitas de plumajilla para armar barriletes, papel china de colores, sodas, etc. En aquel tiempo yo no lo conocía. La historia me la contó don Rolando Castro, con artículos de revista, recortes de periódicos y otras evidencias. Julio Yanes, un joven del Barrio la Federal estaba locamente enamorado de una de las hijas de doña Carmelina, de la tiendona, como la gente le decía. No estaba seguro de cual de las dos hijas. Julio se hacía llamar “El poeta de la Luna” o algo así. Todos sus poemas eran muy hermosos, con un estilo español comparable al de García Lorca o al de Quevedo. Dicen que Julio pasaba dejando una revista que se llamaba Jutiapa, como la ciudad o algo así en el local de la señora Cámbara gratis, para que su enamorada pudiera leer sus sentidas palabras y que ella de algún modo se enteró que los poemas eran para ella, hasta dicen que ella no era indiferente a Julio. Julio se llevaba un paquete de cigarrillos y se sentaba enfrente a suspirar, arrobarse, a tomar inspiración, su cabeza casi siempre estaba en las nubes. Aunque ya comenzaba a salir con amigos a tomar y poco a poco se fue descuidando de sí mismo. Un día que estábamos como era costumbre en las maquinitas escuchamos una gran conmoción alrededor del parque. Policías corrían de aquí para allá, fiscales del Ministerio Público, curiosos, estudiantes de la Escuela Lorenzo Montufar se agolpaban con curiosidad. Según decían Fila y el Guanaco habían llegado a comprar como siempre, ya estaban cerrando el negocio y estos dos personajes bajaron la persiana, aprovechando un descuido y cometieron un horrendo crimen en contra de la propietaria. Por respeto a la estimada señora no daré los pormenores del hecho, pero baste decir que su vida fue arrancada de este mundo. Fila y el Guanaco fueron enviados a la cárcel de máxima seguridad del Boquerón en Cuilapa, Santa Rosa, donde debían cumplir condena por su crimen. Desde aquel fatídico día Julio Yanes se entregó al vicio con todo su ser. Pasaba el tiempo en las cantinas y abandonó su formación universitaria, ya no daba clases en la escuela de donde era maestro. Días y noches los pasaba en cantinas como Santa Rosa de Lima y El estartazo, ubicadas en el barrio La federal. Su naturaleza era alejada de la violencia, era un hombre afable y seguía teniendo hermosos sentimientos poéticos. Desafortunadamente su cuerpo había sido poseído por el alcohol y era rechazado por sus familiares. Pasaba los días pernoctando frente a la escuela Federal, a veces cantando a la luna con tono lastimero, como un lobo herido. Se juntaba en sus juergas con Ulises Valenzuela, quien era conocido como “el güin”, pues decían se transformaba en perro o en lobo en loches de luna llena, gritaba en el cementerio viejo de la ciudad improperios. A los niños de aquel entonces y aún desde la época de mis padres les decían “Ya dormite o te va a salir Ulises, ese se roba a los niños desobedientes”. Por temporadas trataba de dejar el alcohol y salir adelante, incluso con la religión, más todo era en vano y volvía al abandono, a la desidia del vicio. Cuando yo tenía unos once años tuve la oportunidad de conocer a Julio Alay, quien se la pasaba sentado enfrente de la tapicería de mi padrastro; quien le regalaba comida a veces desayuno y almuerzo. Julio llevaba un bote de leche Nido, donde pedía le pusieran la comida que le brindaban. Yo de verdad sentía que aquello no era digno de ser humano, pero él no aceptaba platos ni cubertería. A veces tomaba Incaparina con mi padrastro y se ponía parlanchín. Nunca perdió su toque de buen orador y los vecinos le escuchaban. Le preguntaban anécdotas e historias, que él narraba muy elocuentemente Cuando yo cumplí doce años de edad Julio Yanes se enfermó muchísimo. Era por allá por el año dos mil dos. Su rostro se había inflamado, su vientre se había abultado y su piel se había vuelto amarillenta y frágil producto de tantos años de mala vida. Ahora tenía cirrosis. Julio sabía muy bien lo que sucedía, pero lo aceptaba con un aire estoico. A veces se retorcía en silencio del dolor sentado en la esquina, sudando helado, con lágrimas en sus ojos, solo esperando la estocada mortal de la muerte, que al final para él sería un alivio. Su familia lo enterró, Julio Yanes se encuentra descansando en el cementerio nuevo. Soñando con sus amores mozos y sus poemas tan llenos de una sensibilidad de poeta nato, de un talento que no viene en los libros de texto. Las hijas de doña Carmelina se volvieron personas de bien. Lo mejor del pueblo. Su hija mayor era llamada la fiscal de hierro, debido a que perseguía con pasión incansable los delitos de mayor impacto en la sociedad. Producto de ello personas cobardes atentaron contra su vida en dos ocasiones, pero eso, lejos de detenerla le impulsó con mucha más fuerza a buscar la justicia. Creo que fue en dos mil seis cuando un fletero del barrio la Federal de apellido Lima, junto con el que apodaban “La garra siniestra”, que era hermano de Fila intentaron sacar de la cárcel el Boquerón en Cuilapa, Santa Rosa a dos presos escondidos en colchones viejos que iban a tirar. Esos dos presos eran Fila y el guanaco. Alguien averiguó del plan, hay quienes dicen que el director de la cárcel había sido sobornado para permitir dicha fuga, pero alguien se enteró o el director se arrepintió y mandó a poner soldados con rifles equipados con bayonetas, con los cuales horadaron las colchonetas viejas, para ver si iba alguien entre las mismas. Al sentir los punzones se quejaron y así se frustró su intento de escape. En dos mil dieciséis supe que Fila había fallecido sin conocer nunca el remordimiento por sus actos. Recuerdo en una ocasión haber entrevistado a su hermano menor acerca del porqué de la rebeldía de ambos y me decía que era porque su padre era como un monstruo, un militar sin cariño, sin apego alguno, que los mandaba a conseguir comida a como diera lugar en Nueva Concepción, Escuintla. Incluso les decía que si no tenían más opciones robaran. Los mandó a ambos a servicio militar obligatorio, pero no sirvió de nada para corregirlos; incluso me contó entre lágrimas que su padre abusaba de sus familiares y había engendrado familia endógena producto de sus desviaciones y maldad. Apoyá en Ko-fi

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