Chiquito Gorocha:
Juan y Chiquito Gorocha estudiaban con mis hermanos mayores, cabe mencionar que soy el noveno de trece hermanos. Desde niños les tocó sufrir los embates de la vida. Adversidades que vienen con las carencias y falta de oportunidad. El etiquetamiento social que poco a poco convierte a las personas en lo que la sociedad quiere que sean y no en lo que realmente son o pudieran ser. Eran hijos de doña Orbe, su padre se llama Enrique y en la ciudad la gente le apodaba “Quique pedo”. Don Enrique pasaba el tiempo tomando alcohol con los borrachitos de las cantinas locales del barrio latino. Su crianza había sido de ignorancia y sufrimiento. No sabía leer ni escribir. En aquel entonces vivían en una casita que estaba enfrente de donde hoy se encuentra el complejo de la Universidad Panamericana en el barrio latino de esta ciudad. Don Enrique juntaba latas, chatarra, envases de PET, latas de aluminio para pagarse el vicio mientas doña Orbe vendía tortillas para tratar de sacar adelante a su familia. Había dos hijos más, JC y una muchacha cuyo nombre no recuerdo, que era madre de Arlin, una niña que fue criada por doña Orbe como hija. Gorocha es un tipo de ave nacional, de ahí el apodo. Todas las familias o al menos la mayoría de mi ciudad tienen un apodo familiar. Están los Charquitos, Los chorro de humo, Los piratas, Los queseros, Los gatos, Los chuchos, Los gallina, Los coquecha. Mi familia es la de los coyotes. Nos dicen así porque somos algo peleoneros. Cuando me preguntan si me molesta ser de los coyotes, yo les comento que al menos no soy de los Sereguetes (traseros) mis familiares no se tomaban con tanto humor como yo el apodo. Pero volvamos a la historia de los hermanos Gorocha. No se me el nombre de Chiquito Gorocha, pero le decían así por ser menor que Juan. Desde pequeño fue inquieto. Estudio a duras penas la primaria en la Escuela Lorenzo Montúfar de esta ciudad. De ahí se convirtió en un rebelde, causando pequeños hurtos, robos a punta de cuchillo, empezó a usar drogas. Perdió la mayor parte de los dientes antes de cumplir la mayoría de edad. Estuvo recluido en lugares de corrección de menores, de donde salía cada vez peor. Tenía un cuerpo musculoso y definido, siempre andaba sin camisa, sin importar la hora que fuera. A veces su rostro mostraba señales de enfrentamientos, moretones, sangre coagulada, arañazos. Parecía no importarle nada. Siempre andaba sonriente, con un octavo de ron en el pantalón. Pasaba a comprar benzodiazepínicos a la farmacia y los mezclaba con el alcohol y entonces “Se sentía como caminando en las nubes”, como él mismo refería. A veces Juan le acompañaba en sus delitos y caían presos los dos. Tenían tatuajes muy feos alrededor del cuerpo, producto de cada estadía en la cárcel. A veces iban a buscar ranas a los barrancos para venderlas a las señoras que practicaban brujería, pues decían que le introducían al sapo el nombre de la persona a la que debían maldecir por encargo y luego suturarle el hocico con hilo de cáñamo y dejar que el animal se fuera muriendo, manteniéndolo en un frasco, viendo como poco a poco se iba secando. Conforme el animal iba muriendo de inanición iba muriendo la víctima. Había personas que le inyectaban algo de suero al animal para hacer sufrir por más tiempo a la víctima de la maldición o embrujo. Al ver esta práctica de inyectar a los sapos a Chiquito se le ocurrió que a lo mejor si le extraía ponzoña a los sapos podría tener un efecto de sedación como el de las drogas. No se equivocó. Ahora, no solamente usaban los sapos para venderlos a las brujas, si no para extraerles toxinas para drogarse. En una de esas ocasiones buscando sapos Juan fue solo y estuvo como siempre, hasta tarde en el barranco del Manguito. De pronto vio una mujer, cabello dorado, como el trigo, crespo, de rostro muy agradable, vestida de blanco, que le dijo que hacía días lo estaba viendo y que lo quería conocer. Confiado se acercó y ella le extendió sus brazos, pero al abrazarla, por un instante, luego de cerrar los ojos los volvió a a abrir y vio hacia abajo. Las piernas bellas que al principio había visto se habían tornado las largas piernas de una arpía, como las garras de un buitre y ahora la actitud de la mujer había cambiado. Su ropa blanca se hizo harapos viejos y corroídos por la lana del río. Su piel se volvió fría y quebradiza. Comenzó a dar puñetazos, arañazos al rostro de Juan, que confundido no podía creer al ver que el rostro de aquella mujer era el de un caballo, que intentaba sacarle los ojos y reía con risa ronca, mientras le juraba que se lo llevaría con ella; Juan, como pudo sacó un octavo de alcohol y se lo vació a la mujer, que no era otra que la Siguanaba, mujer del barranco. Se acordó que había que amarrar ciertas plantas que solían decir que eran como sus cabellos. Amarró unas y arrancó otras y la mujer se retorcía de dolor, maldiciendo y queriendo alcanzarle, pero amarrada por aquel secreto que la gente conocía de amarrar ciertos helechos que se decía eran sus cabellos. El río eran sus lágrimas, el barranco su boca, las piedras sus dientes, donde estrella a sus víctimas. Como pudo, Juan salió del barranco con la ropa hecha harapos, dando gritos, mientras se escuchaba una voz horrible que maldecía en la negrura del fondo del Manguito. La gente salió a ver qué pasaba. Juan les contó entre sollozos lo que le había pasado. El aire se había vuelto de pronto más frío, los gatos maullaban de una forma aterradora. Los perros no paraban de ladrar. Del fondo del barranco se escuchaban carcajadas y aplausos muy fuertes, mientras una voz ronca llamaba a Juan y las personas mayores decían que “lo habían jugado”. Desde entonces no fue el mismo, hablaba arrastrando las palabras. Sus ojos estaban permanentemente en asombro, abiertos a la nada. Ya no se cambiaba ropa. Usaba los mismos harapos del incidente con la Siguanaba. Como seguía yendo a otros barrancos su piel se comenzó a tornar oscura por la suciedad de la basura y las cosas que conseguía para vender. Al principio su fuerza era descomunal y ahora se caía al intentar llevar unos cuantos cartones, así que los arrastraba en un cartón principal, ahí subía todo el reciclaje que conseguía, compensando la fuerza perdida con ingenio. Caminaba torcido, cojeando de una pierna y a veces caía acostado en el suelo por el desequilibrio en sus piernas. Los dientes se le comenzaron a caer. Cuando estaba en el basurero municipal, que en ese tiempo estaba al fondo de la calle Victor Murga de esta ciudad, donde comienzan Los imposibles Juan atacaba a la gente, profería insultos contra quien llegara a tirar la basura y les amenazaba con una navaja, aunque por lo general el viento lo tiraba y no se podía levantar, se sentaba en la tierra y encendía un cigarro. A toda la gente le decía que solamente fumaba cigarro, pero no era cierto, a veces se escondía dentro de unos trapos sucios que andaba cargando y prendía una pipa cargada de crack. A veces los harapos, de tanta mugre, aceite y demás cosas que tenían embarradas agarraban fuego y terminaba quemándose las pestañas y el bigote por el fuego súbito. En ocasiones mi hermano Marco Tulio y yo íbamos al río a buscar peces de los nacimientos y veíamos a Juan meterse en calzoncillos al río, en lugares entre las raíces de los árboles y salía dando alaridos, mientras en las manos traía agarradas grandes jaivas o cangrejos, que luego vendía a los vecinos. Muchas veces cuando venía caminando penosamente por la calle algún carro lo atropellaba, aunque sobrevivió en todas las ocasiones.
Ahora, pensando objetivamente podría decir que Juan Gorocha terminó teniendo un tremendo viaje en el que alucinó con la Siguanaba y se golpeaba contra las ramas de los árboles del Manguito, por eso tenía arañazos. De tanto inyectarse toxinas de sapo dañó su cuerpo y por eso caminaba sin equilibrio y abría mucho los ojos, ya que pudo haber dañado su sistema nervioso. Enloqueció al final de tanto consumir diferentes estupefacientes; cabe mencionar que después de ser “jugado” siguió consumiendo crack. Quizás los vecinos magnificaron las cosas y los animales se alborotaron oyéndolo gritar guturalmente desde el barranco. Las risas pudieron ser un invento o una alucinación colectiva, pero quien sabe.
El padre de los Gorocha murió en un accidente, cuando regresaba a casa totalmente borracho y un automovilista imprudente, posiblemente igual de borracho le atropelló y se dio a la fuga. Doña Orbe se encargó de comprarle la caja y enterrarle de acuerdo a sus posibilidades, aunque recibió apoyo de la caridad de personas buenas del barrio.
Chiquito Gorocha continuó su vida caótica de robos y demás delitos, excesos de toda clase. La mamá de Arlin se fue a vivir al Pajonal y nunca regresó por ella, pero siempre ayudaba a doña Orbe a hacer las tareas de la casa.
En una ocasión Chiquito Gorocha tocó a la puerta de nuestra casa, pidiendo algo de comida y mis padres le regalaron un poco de sopa, le calentaron tortillas. Incluso mi padre le regaló un par de botas, pues andaba descalzo. Entonces les comentó que él tenía en venta unas televisiones, que las daba baratas. Le dijeron que no les interesaba y dijo que lástima, dio las gracias y se fue. A las horas pasó con unos monitores de computadora. En su ignorancia creía que eran pantallas de televisión. Quién sabe dónde las vendió, pero horas más tarde la policía andaba buscando a quienes se habían robado dichos aparatos, ya sabían los nombres y todo. Aunque a Chiquito lo atraparon porque cargaba un suéter de la academia de la policía y era prohibido usar esa ropa sin ser policía. Le dieron una golpiza enfrente de toda la gente, pues en aquel entonces el sistema penal era totalmente inquisitivo y era cosa normal para la policía dar “calentaditas” a los capturados. Hasta por ir en bicicleta contra la vía se ganaban una paliza las personas.
Seguido veía a Chiquito en las maquinitas arcade de Mario Patrulla, que estaban frente al parque, fumando cigarros, planeando robos con sus compinches, jugando algún videojuego.
A veces aparecía con el pelo teñido de rubio, peinado como rocker, pues era completamente hirsuto. Su nariz achatada de tantos puñetazos tenía como pecas, pero eran más una petequia en la piel por heridas antiguas, cicatrices. Siempre con algún ojo morado y la clara del ojo llena de sangre, pero sonriendo, como ajeno al dolor.
Chiquito tuvo el infortunio de toparse con un personaje al que apodaban el cuervo negro o algo así, que era como un matón a sueldo, pero usaba machetes y cuchillos en lugar de armas de fuego. Parece que ese día estaba lloviendo. Chiquito llegó a resguardarse al antiguo Polígono de tiro que está en el Barrio Latino, bajando por la calle Víctor Murga. Ahí fue que se encontró con ese hombre vestido de negro, de rostro romo, bigote ralo, de intenciones funestas. Chiquito le dijo algo así como que era bueno tener un compañero para pasar la lluvia y el hombre se sonrió. Le preguntó para qué quería el machete y el hombre le dijo que buscaba un cerdo rebelde que brincaba a los terrenos ajenos, comiéndose el maíz de los propietarios de los lugares donde se metía. Chiquito no comprendía analogías y no le tomó importancia. Estaba fumando un cigarrillo cuando sintió el primer corte de machete en el cuello. Casi le decapitó por completo. La cabeza quedó en un colgajo de tendones, mientras la sangre fluía a borbotones. Chiquito gritó algo como que no había que jugar así. La gente se dio cuenta de lo que pasaba. Juan Gorocha estaba en el barranco cercano y al escuchar la conmoción se acercó. Vio a su hermano agonizando y comenzó a llorar. Trataba de darle más tiempo de vida con un vaso donde echaba agua y trataba de hacer que la cabeza bebiera. Aún vio al hombre alejarse. El hecho quedaría impune y hasta sería celebrado por las personas a quienes Chiquito Gorocha robó alguna cosa.
JC se sumió en la fe católica y varias señoras le patrocinaron sus estudios. Logró graduarse de maestro. Consiguió un trabajo dando clases en una modesta escuelita en una aldea y gracias a su constancia y sus buenos hábitos, aparte de trabajar hasta vendiendo diario cuando no estaba dando clases logró seguir una carrera universitaria y ganarse el puesto de Director de la escuelita. Juntó dinero para comprar una casita y se llevó a su madre a vivir con él y a Arlin.
Siempre que Juan Gorocha volvía al cuarto donde vivían, con la puerta hecha de tablas de reciclaje, con el altar a varias vírgenes en un espacio reducido. Le llevaba regalos a Arlin, le contaba de su día atrapando cangrejos o reciclando cartón y otras cosas. La gente jocosamente apodaba a Juan Gorocha “Rambo”, pues decían que la mugre que se había pegado a su ropa lo hacía ver como el camuflaje militar. Cuando Arlin se fue de la casa Juan daba gritos horrendos. Con gran angustia repetía una y otra vez “Ali Marleny”, “Ali, Ali Marleny, no puede ser, no, porqué te me fuiste”.
JC tuvo a Juan Gorocha un tiempo, le habilitó un lugar en su casa, pero Juan tenía actitudes criminales hacia la familia de JC, tanto que tuvieron que sacarlo los policías por amenazar a los inquilinos de la casa con un arma punzocortante.
Tiempo después Arlin se unió a un hombre que andaba cantando en la calle por unas monedas al que apodaban “El temerario” pues cantaba canciones de Los temerarios a capella y con una velocidad chistosa. Definitivamente Arlin tenía problemas cognoscitivos, pero a pesar de eso encontró la felicidad cantando junto a su nueva pareja en las ferias y la terminal de buses. Luego de un tiempo se separaron y Arlin ahora era conocida como “La temeraria” aunque sus canciones eran coros de la iglesia católica, que aprendió yendo a misa con su abuelita y una canción de una telenovela. Tuvo dos hijos, a quienes cuida con mucho empeño, aunque a veces pierde la paciencia. Ahora trabaja de doméstica en distintas casas y las personas de buena voluntad le dan una ayuda cuando la ven.
Juan Gorocha aún vive en la cárcel, donde ya tenía varias entradas desde joven. Doña Orbe murió en paz y sosiego hace unos años atrás.
Rolando Enrique Rosales Murga
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