No aprendí las narraciones de parte de los libros o de la pantomima y pose. Yo aprendí a narrar con los cuentos de mi abuelo, que decía que tenía pacto con el diablo y cuando se quedaba dormido en el baño los demonios lo llevaban de regreso a su cama. El estilo de mi papá, que era valiente y se burlaba del miedo en su cara, como cuando me contaba que él y mi abuelo consiguieron trabajos de guardianes de un cementerio en El Salvador y que decían que en dicho lugar habían enterrado muchos muertos, condenados que habían muerto dentro de la cárcel y nadie llegó a reclamar. En la noche se escuchaba una cadena con una bola de hierro que eran arrastradas penosamente por el cementerio. Mi papá hacía una ronda por un lado y mi abuelo por otra y jugaban con lo que causaba el sonido de las cadenas. "Allá va, Rolando, no te vayas a asustar". Mi papá contestaba: Pues parece que asustamos al espanto, porque ahora va para tu lado". Lo seguían e incluso lo correteaban, pero nunca lo encontraban. Otro buen ejemplo es la historia del hombre cobarde que quería encontrar un tesoro secreto. Según dicen cuando uno ve una llama en las noches, ya sea en el piso o en la tierra significa que en ese lugar hay enterrado algo valioso. Una vez yo encontré un frasco grande lleno de monedas y billetes, porque veía una fluorescencia como verdosa o azulada en el patio de la relojería de mi papá. Este hombre, todas las noches al pasar por el cementerio veía una flama y se asustaba. Le comentó a sus conocidos y le aconsejaron ir a medianoche, caminar hacia el fuego y enterrar una estaca en el lugar del fuego para empezar a escarbar en busca del tesoro. El hombre era tan cobarde que se fue envuelto en una sábana, se acercó al fuego. De un par de golpes clavó una estaca con un martillo que llevaba, pero al hacerlo, sintió cómo lo arrastraban a lo profundo, se alejó un poco y le pareció que le agarraban de la sábana y trató de salir corriendo, pero su pantalón de la pijama también estaba siendo agarrado por alguna fuerza de ultratumba, alguna garra maligna. Sin pensarlo, juntó todas sus fuerzas para salir corriendo. Personas conocidas lo abordaron unos metros adelante. Estaba pálido, desencajado, tartamudeaba y llevaba puestos solo calzoncillos. Como pudo,, les explicó su situación. Fueron con él al lugar del fuego. Ahí estaba la estaca sembrada, pero al hendirla, su sábana y la pierna de su pijama se hundieron con la estaca y los amigos se burlaban del cobarde, que ahora consideraban también tonto además de miedoso. Otro cuento era el llamado "Tomemos café". En épocas de conflicto en El Salvador había unos amigos que pasaban el tiempo en la cantina. Uno de ellos era catedrático universitario, el otro jornalero, pero se tenían gran aprecio por haber crecido juntos. Por aquellos tiempos, hablar de Karl Marx y cosas así está terminantemente prohibido. Pero eran parte del pénsum de la carrera de Derecho y los militares lo creyeron un sedicioso. Una noche que salía de dar clases, alguien le disparó con una AK-47. Su cabeza se desintegró como una sandía en miles de fragmentos. Fue una cosa horrenda. Los familiares se reunieron para velar al catedrático. Aunque humildemente, todos los amigos llegaron junto a la familia; el amigo jornalero también asistió. Se emborrachó demasiado y no quiso probar café. Alguien le dijo que en los velorios siempre se debe tomar café para acompañar la transición del occiso al otro lado. A él aquello le pareció tonto y sin sentido. A eso de las tres de la mañana se le acabó el trago y pensó en ir a tocar la puerta de alguna cantina para comprar más y volver, o quizás no. Uno de los amigos le dijo que era de mal gusto irse en medio de la noche de un velorio, que según la tradición se tenía que acompañar hasta que amaneciera, pero de nuevo él lo ignoró y se fue a tomar y tanto bebió que se quedó dormido en la acera afuera de la cantina. En cuanto despertó, se fue a su casa olvidando a su amigo. Por la tarde, de golpe le vino el recuerdo de su estimado amigo de la infancia y se puso a llorar sollozando. Salió corriendo tratando de llegar a tiempo al entierro. Era demasiado tarde. Ya su amigo yacía bajo tierra en el dulce sueño eterno.
Como siempre, la vida sigue y el jornalero siguió trabajando. Le ofrecieron turnos largos que terminaban ya bien entrada la noche y claro que los aceptó. Al salir del trabajo, pasaba por un trago a la cantina y seguía rumbo a su casa. El cementerio le quedaba de camino. No podía vadearlo. En una de las noches que iba trastabillando a casa, escuchó que alguien aplaudía y al alzar la mirada, era su amigo, el catedrático. Le habían reconstruido la cabeza y rellenado con aserrín y papel. Le gritaba: "Venga, amigo, venga, tomemos café y charlemos hasta el amanecer". Parecía que alguien había cavado la tumba de nuevo y le invitaba a compartir un café en la fosa. La desesperación comenzó a acumularse en el jornalero, ya que cada noche le gritaba su amigo difunto que tomaran café juntos y charlar hasta que amaneciera. No le quería contar a nadie por miedo a que lo tacharan de loco. Al final, su desesperación pudo más y se fue a hablar con el cura local y le comentó su situación y el cura le dijo que no era la primera vez que escuchaba algo así. Le dio la clave de cómo librarse del difunto que le atormentaba y que definitivamente no era su amigo, si no una burla. Trazaron el plan paso a paso. Le dijo el cura que debía llevar una jarrilla de café y pan al cementerio y entregarlo al muerto, decirle que estaba bien, que charlaran. El muerto entonces le iba a pedir que entrara primero a la fosa. No debía acceder y debía decirle: “Es tu morada, por tanto debes ir primero” y cuando el muerto le diera la espalda, empezar a echarle la tierra encima y lanzarle agua bendita a la tierra y aceite de lámpara para ungir la tierra y que ya no saliera más; además de eso debía juntar el agua de rocío de siete días y en el séptimo día ir a echar el agua colectada del rocío y una corona u cualquier ofrenda floral que gustara para despedir como era debido a su amigo.
El jornalero no creyó que fuera a funcionar todo aquello. Pero estaba perdiendo peso y tenía menos fuerzas. En el beneficio de café donde trabajaba murmuraban que estaba hechizado, que un muerto lo perseguía. El recurrente ruego de su amigo por tomar café ahora lo atormentaba también en sueños: “Venga, venga mi amigo, tomemos café con pan y charlemos hasta el amanecer”. No soportaba ver la forma que le habían dado a la cabeza, parecía que algunas partes las dibujaron de una forma pésima. Perdió el apetito, el tomar trago no le hacía efecto. Estaba tan desesperado hasta que decidió comenzar colocando un jarrito a colectar agua de rocío. Mandó a hacer una gran corona de cempasúchil, mirto y rosas. Pasó pidiendo al cura el agua Bendita. Alistó la jarrilla y preparó un fragante café de olla con el mejor grano oro de su trabajo que pidió para poner a tostar. El café parecía tinta pura, un color y cuerpo impresionantes. Su olor llenó las casas aledañas y consiguió birriñaques y cemitas.
Era medianoche, la luna brillaba llena en el cielo y se veía más cerca que nunca. Un viento frío azotaba los árboles. Caminó hacia el cementerio y nada más al estar a las puertas escuchó la voz de su amigo: “Venga, venga mi amigo, tomemos café con pan y charlemos hasta el amanecer”. El jornalero caminó sintiendo los píes como plomo mientras la frase de invitación a tomar café con pan se seguía repitiendo. Había un dato más, le había encomendado el cura que por ningún motivo le fuera a dar la espalda al aparecido o a su fosa. Que le preguntara al difunto su nombre o cual era el nombre de su amigo, lo cual no sabría, pues “los muertos nada saben”. Eso lo iba a frustrar y le haría darse cuenta de que en verdad estaba muerto. El jornalero se tomó sendos tragos de guaro puro para agarrar valor y seguir adelante. Ahí estaba enfrente ya, la fosa abierta, olorosa a tierra mojada. El amigo fallecido iba a decir una vez más su frase. Lo cortó en seco: “Antes que nada, querido amigo, ¿Cuál es tu nombre y cuál es el mío?”. El amigo fallecido titubeó. Se agarró la cabeza rellena y le dijo: “No lo sé, es que tengo tantos nombres”. El jornalero hizo un esfuerzo muy grande para no caer de bruces entre la tumba. “Pero venga, venga mi amigo, tomemos café con pan y charlemos hasta el amanecer”. El jornalero sacó dos tazas nuevas, le dio una bolsa de cemitas al amigo fallecido. “Pero venga, mi amigo, siéntese conmigo aquí adentro y vamos a platicar un buen rato, como siempre hacíamos”. El jornalero le pidió que entrara él primero al amigo fallecido y luego de discutir quién entraría primero el jornalero le dijo: “debes entrar primero, pues es tu casa”. A regañadientes el muerto se sentó en la fosa. Con lágrimas en los ojos el jornalero le comenzó a echar palada tras palada de tierra. Con una pala que se encontraba ahí y posiblemente esa era la que se usó para abrir la tumba. El muerto le miraba incrédulo mientras echaba dentro la otra taza vacía, las bolsas de pan. Incluso la jarrilla. Nadie le había indicado las palabras para pedirle a su amigo que se fuera en paz, fueron inspiración pura, un exordio a un muerto para que ya no siguiera en este plano mortal, que se fuera en paz, que su tiempo ya había pasado. Terminó en unos veinte minutos de colocar la tierra. Sacó el agua bendita y la regó en la tumba. En las esquinas y bordes ungió con aceite de lámpara. Derramó el agua de siete rocíos y por último colocó la corona. Pero además llevó dos cirios que colocó al pie de la tumba y los prendió. Se quedó sentado en silencio viéndolos consumirse. Velando a s u amigo hasta que los cirios se consumieran. Llegó el amanecer y un sentimiento de paz nunca antes experimentado embargó al jornalero. Por primera vez en muchos años se sentía muy tranquilo. Tanto que desde ese momento decidió dejar de tomar. Unos meses después retomó sus estudios por madurez. Le encantaba leer libros y aprendió oficios nuevos. Llegó a ser jefe del beneficio y al tiempo lo compró. Con su trato amable y palabra persuasiva llevó el negocio a nuevos horizontes. Le mandó a colocar una gran plancha de cemento a la tumba de su amigo, para evitar que nadie lo fuera a sacar, ya que según la tradición familiar los “matados” (personas que mueren de forma violenta) son especiales para los conjuros y brujerías. En el fondo era el miedo a que volviera a salirse a atormentarlo. Le puso una placa de mármol con su nombre y un epitafio compuesto por él mismo. Cada día de los santos llegaba a enflorar a su amigo y se quedaba a velarle. A pesar de que al paso de los años se casó y tuvo hijos siempre mantuvo su tradición. Incluso platicaba con el difunto de forma jovial. Cada vez que le tentaban las ganas de volver a tomar se acordaba de su amigo diciendo: “Venga, venga amigo mío, tomemos café y charlemos hasta el amanecer”. Se le iban las ganas de tomar. Cada día de los Santos llevaba café de su ingenio en una jarrilla para velar a su amigo. Café con cardamomo de Guatemala, café con canela. El guardián del cementerio pasaba haciendo la ronda y se sentaba con él en silencio a compartir una taza de café y veía con mucho respeto la ofrenda que le dejaba a su amigo de pan con café. Dulces de conserva de Guatemala y algún trago de licor que al final era probable que algún borrachito o el guardián se tomara.
Así que ya lo saben. Siempre velen a sus santos difuntos y tomen un café a la memoria de su amistad.
Rolando Enrique Rosales Murga. Barrio Latino. Jutiapa, Guatemala. veintiocho de octubre de dos mil veinticinco.
Soy Adramelek, y escribo desde donde la comodidad se termina.
Si valorás la palabra libre, podés apoyarla con un café.
No hay comentarios:
Publicar un comentario