miércoles, 27 de agosto de 2025

Caminos conexos

Caminos conexos La historia comienza con mi hermano Marco Tulio y yo, cuando teníamos unos 6 y 7 años, respectivamente. Siempre nos íbamos a explorar a diferentes lugares de la ciudad. Conocíamos diferentes terrenos y atracciones locales. Una de ellas era la Poza de la Hogadita, que se ubica en la calle de los cocos, propiedad de una familia a quien apodan los Pepesca, que se dedican a la ganadería vacuna y caprina. Nosotros íbamos a jugar a un mangal de los pepescas, de donde nos llevábamos mango maduro, mango verde; pero sobre todo, íbamos para poder jugar con los chivitos. Había unos 150 o 200 chivos en ese apartado, mi hermano Marco Tulio les decía “Los tontuelos”. Éramos tan inocentes que no sabíamos del peligro de andar en terreno ajeno. Es bien sabido en la ciudad de un terreno contiguo a la agencia Elektra, donde un terrateniente mató a un niño de un disparo por entrar a tomar mangos. El niño quedó en rigor mortis con el mango en la mano, dándole una mordida. Volviendo a Marco Tulio y a mí, mi hermano les decía “¿Listos, tontuelos?” y se lanzaba sobre un chivito al tratar de montarlo. Yo también hacía lo propio, los chivos nos botaban a los 8 o 10 segundos. Salíamos volando por los aires, golpeábamos el suelo con nuestros cuerpos y nos matábamos a carcajadas. Nos íbamos bien devanados, pero felices. Mientras comíamos a la mesa y mi abuela nos servía nos reíamos con complicidad. Mi hermano susurraba “tontuelos” y nos carcajeábamos. Decía mi abuela, que quienes se ríen solos de sus picardías se acuerdan. Pero nosotros nos ateníamos al plan para volver a jugar. En una de las ocasiones que íbamos a jugar con los chivos a la Hogadita el dueño nos encontró jugando con los animales, pero no nos dijo nada, al parecer a él también le parecía graciosísimo que intentáramos montarlos y saliéramos disparados en cada intento, cayendo aparatosamente. Una tarde mientras jugábamos, escuché a alguien toser entre los árboles. Rápido le advertí a Marco Tulio y fuimos a ver a donde provenía el ruido. En uno de los árboles de mango se encontraba Fila, un hombre de unos 30 años, a quien conocíamos porque era amigo de nuestros primos y hermanos mayores. Creo que se dedicaba a lustrar zapatos. Era moreno, pesaba unas noventa libras, medía como un metro setenta y cinco. Tenía varios tatuajes en el cuerpo y se vestía con ropa floja, esa era la moda por aquel entonces. Cargaba varias cadenas y pulseras de plata. Sus ojos siempre se veían rojos, como inyectados en sangre. Unos dientes aserrados, mirada malvada y burlona, usaba el pelo corto rizado, negro. Estaba fumando un puro de marihuana subido en el árbol, pero había improvisado una cama con tablas de media y costaneras, clavos hasta darle la forma de una perezosa. Tenía sábanas. Al parecer vivía ahí. Ya sea porque lo echaron de casa, ya sea que era su punto para consumir o hasta quizás se escondía ahí de la policía por algún delito. Con el tiempo dejamos de asistir con los tontuelos y en su lugar íbamos a las maquinitas de Mario Patrulla, que estaban frente al parque. Ahí también veíamos a Fila junto a su compinche, al cual apodaban el Guanaco. Jugaban maquinitas arcade como todos, pero no paraban de fumar cigarrillos. Se iban a la vuelta, al Manguito, que era un baldío al otro lado del parque Rosendo Santacruz. Ahí se fumaban unos porros de hierba y luego regresaban con los ojos bien rojos y achinados. Pasaban comprando un pan y una gaseosa a la tienda de la esquina de doña Carmelina Cámbara. Mi hermano y yo pasábamos a comprar dulces de leche a esa tienda. En aquel entonces era uno de los lugares mejor surtido. Vendían ocote, creo que, hasta keroseno para los candiles, ya que algunas personas aún lo usaban. Huevos, azúcar, sal, charamuscas para cocinar, pegamento para pegar las varitas de plumajilla para armar barriletes, papel china de colores, sodas, etc. En aquel tiempo yo no lo conocía. La historia me la contó don Rolando Castro, con artículos de revista, recortes de periódicos y otras evidencias. Julio Yanes, un joven del Barrio la Federal estaba locamente enamorado de una de las hijas de doña Carmelina, de la tiendona, como la gente le decía. No estaba seguro de cual de las dos hijas. Julio se hacía llamar “El poeta de la Luna” o algo así. Todos sus poemas eran muy hermosos, con un estilo español comparable al de García Lorca o al de Quevedo. Dicen que Julio pasaba dejando una revista que se llamaba Jutiapa, como la ciudad o algo así en el local de la señora Cámbara gratis, para que su enamorada pudiera leer sus sentidas palabras y que ella de algún modo se enteró que los poemas eran para ella, hasta dicen que ella no era indiferente a Julio. Julio se llevaba un paquete de cigarrillos y se sentaba enfrente a suspirar, arrobarse, a tomar inspiración, su cabeza casi siempre estaba en las nubes. Aunque ya comenzaba a salir con amigos a tomar y poco a poco se fue descuidando de sí mismo. Un día que estábamos como era costumbre en las maquinitas escuchamos una gran conmoción alrededor del parque. Policías corrían de aquí para allá, fiscales del Ministerio Público, curiosos, estudiantes de la Escuela Lorenzo Montufar se agolpaban con curiosidad. Según decían Fila y el Guanaco habían llegado a comprar como siempre, ya estaban cerrando el negocio y estos dos personajes bajaron la persiana, aprovechando un descuido y cometieron un horrendo crimen en contra de la propietaria. Por respeto a la estimada señora no daré los pormenores del hecho, pero baste decir que su vida fue arrancada de este mundo. Fila y el Guanaco fueron enviados a la cárcel de máxima seguridad del Boquerón en Cuilapa, Santa Rosa, donde debían cumplir condena por su crimen. Desde aquel fatídico día Julio Yanes se entregó al vicio con todo su ser. Pasaba el tiempo en las cantinas y abandonó su formación universitaria, ya no daba clases en la escuela de donde era maestro. Días y noches los pasaba en cantinas como Santa Rosa de Lima y El estartazo, ubicadas en el barrio La federal. Su naturaleza era alejada de la violencia, era un hombre afable y seguía teniendo hermosos sentimientos poéticos. Desafortunadamente su cuerpo había sido poseído por el alcohol y era rechazado por sus familiares. Pasaba los días pernoctando frente a la escuela Federal, a veces cantando a la luna con tono lastimero, como un lobo herido. Se juntaba en sus juergas con Ulises Valenzuela, quien era conocido como “el güin”, pues decían se transformaba en perro o en lobo en loches de luna llena, gritaba en el cementerio viejo de la ciudad improperios. A los niños de aquel entonces y aún desde la época de mis padres les decían “Ya dormite o te va a salir Ulises, ese se roba a los niños desobedientes”. Por temporadas trataba de dejar el alcohol y salir adelante, incluso con la religión, más todo era en vano y volvía al abandono, a la desidia del vicio. Cuando yo tenía unos once años tuve la oportunidad de conocer a Julio Alay, quien se la pasaba sentado enfrente de la tapicería de mi padrastro; quien le regalaba comida a veces desayuno y almuerzo. Julio llevaba un bote de leche Nido, donde pedía le pusieran la comida que le brindaban. Yo de verdad sentía que aquello no era digno de ser humano, pero él no aceptaba platos ni cubertería. A veces tomaba Incaparina con mi padrastro y se ponía parlanchín. Nunca perdió su toque de buen orador y los vecinos le escuchaban. Le preguntaban anécdotas e historias, que él narraba muy elocuentemente Cuando yo cumplí doce años de edad Julio Yanes se enfermó muchísimo. Era por allá por el año dos mil dos. Su rostro se había inflamado, su vientre se había abultado y su piel se había vuelto amarillenta y frágil producto de tantos años de mala vida. Ahora tenía cirrosis. Julio sabía muy bien lo que sucedía, pero lo aceptaba con un aire estoico. A veces se retorcía en silencio del dolor sentado en la esquina, sudando helado, con lágrimas en sus ojos, solo esperando la estocada mortal de la muerte, que al final para él sería un alivio. Su familia lo enterró, Julio Yanes se encuentra descansando en el cementerio nuevo. Soñando con sus amores mozos y sus poemas tan llenos de una sensibilidad de poeta nato, de un talento que no viene en los libros de texto. Las hijas de doña Carmelina se volvieron personas de bien. Lo mejor del pueblo. Su hija mayor era llamada la fiscal de hierro, debido a que perseguía con pasión incansable los delitos de mayor impacto en la sociedad. Producto de ello personas cobardes atentaron contra su vida en dos ocasiones, pero eso, lejos de detenerla le impulsó con mucha más fuerza a buscar la justicia. Creo que fue en dos mil seis cuando un fletero del barrio la Federal de apellido Lima, junto con el que apodaban “La garra siniestra”, que era hermano de Fila intentaron sacar de la cárcel el Boquerón en Cuilapa, Santa Rosa a dos presos escondidos en colchones viejos que iban a tirar. Esos dos presos eran Fila y el guanaco. Alguien averiguó del plan, hay quienes dicen que el director de la cárcel había sido sobornado para permitir dicha fuga, pero alguien se enteró o el director se arrepintió y mandó a poner soldados con rifles equipados con bayonetas, con los cuales horadaron las colchonetas viejas, para ver si iba alguien entre las mismas. Al sentir los punzones se quejaron y así se frustró su intento de escape. En dos mil dieciséis supe que Fila había fallecido sin conocer nunca el remordimiento por sus actos. Recuerdo en una ocasión haber entrevistado a su hermano menor acerca del porqué de la rebeldía de ambos y me decía que era porque su padre era como un monstruo, un militar sin cariño, sin apego alguno, que los mandaba a conseguir comida a como diera lugar en Nueva Concepción, Escuintla. Incluso les decía que si no tenían más opciones robaran. Los mandó a ambos a servicio militar obligatorio, pero no sirvió de nada para corregirlos; incluso me contó entre lágrimas que su padre abusaba de sus familiares y había engendrado familia endógena producto de sus desviaciones y maldad. Apoyá en Ko-fi

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