martes, 28 de octubre de 2025

Cuentos familiares

No aprendí las narraciones de parte de los libros o de la pantomima y pose. Yo aprendí a narrar con los cuentos de mi abuelo, que decía que tenía pacto con el diablo y cuando se quedaba dormido en el baño los demonios lo llevaban de regreso a su cama. El estilo de mi papá, que era valiente y se burlaba del miedo en su cara, como cuando me contaba que él y mi abuelo consiguieron trabajos de guardianes de un cementerio en El Salvador y que decían que en dicho lugar habían enterrado muchos muertos, condenados que habían muerto dentro de la cárcel y nadie llegó a reclamar. En la noche se escuchaba una cadena con una bola de hierro que eran arrastradas penosamente por el cementerio. Mi papá hacía una ronda por un lado y mi abuelo por otra y jugaban con lo que causaba el sonido de las cadenas. "Allá va, Rolando, no te vayas a asustar". Mi papá contestaba: Pues parece que asustamos al espanto, porque ahora va para tu lado". Lo seguían e incluso lo correteaban, pero nunca lo encontraban. Otro buen ejemplo es la historia del hombre cobarde que quería encontrar un tesoro secreto. Según dicen cuando uno ve una llama en las noches, ya sea en el piso o en la tierra significa que en ese lugar hay enterrado algo valioso. Una vez yo encontré un frasco grande lleno de monedas y billetes, porque veía una fluorescencia como verdosa o azulada en el patio de la relojería de mi papá. Este hombre, todas las noches al pasar por el cementerio veía una flama y se asustaba. Le comentó a sus conocidos y le aconsejaron ir a medianoche, caminar hacia el fuego y enterrar una estaca en el lugar del fuego para empezar a escarbar en busca del tesoro. El hombre era tan cobarde que se fue envuelto en una sábana, se acercó al fuego. De un par de golpes clavó una estaca con un martillo que llevaba, pero al hacerlo, sintió cómo lo arrastraban a lo profundo, se alejó un poco y le pareció que le agarraban de la sábana y trató de salir corriendo, pero su pantalón de la pijama también estaba siendo agarrado por alguna fuerza de ultratumba, alguna garra maligna. Sin pensarlo, juntó todas sus fuerzas para salir corriendo. Personas conocidas lo abordaron unos metros adelante. Estaba pálido, desencajado, tartamudeaba y llevaba puestos solo calzoncillos. Como pudo,, les explicó su situación. Fueron con él al lugar del fuego. Ahí estaba la estaca sembrada, pero al hendirla, su sábana y la pierna de su pijama se hundieron con la estaca y los amigos se burlaban del cobarde, que ahora consideraban también tonto además de miedoso. Otro cuento era el llamado "Tomemos café". En épocas de conflicto en El Salvador había unos amigos que pasaban el tiempo en la cantina. Uno de ellos era catedrático universitario, el otro jornalero, pero se tenían gran aprecio por haber crecido juntos. Por aquellos tiempos, hablar de Karl Marx y cosas así está terminantemente prohibido. Pero eran parte del pénsum de la carrera de Derecho y los militares lo creyeron un sedicioso. Una noche que salía de dar clases, alguien le disparó con una AK-47. Su cabeza se desintegró como una sandía en miles de fragmentos. Fue una cosa horrenda. Los familiares se reunieron para velar al catedrático. Aunque humildemente, todos los amigos llegaron junto a la familia; el amigo jornalero también asistió. Se emborrachó demasiado y no quiso probar café. Alguien le dijo que en los velorios siempre se debe tomar café para acompañar la transición del occiso al otro lado. A él aquello le pareció tonto y sin sentido. A eso de las tres de la mañana se le acabó el trago y pensó en ir a tocar la puerta de alguna cantina para comprar más y volver, o quizás no. Uno de los amigos le dijo que era de mal gusto irse en medio de la noche de un velorio, que según la tradición se tenía que acompañar hasta que amaneciera, pero de nuevo él lo ignoró y se fue a tomar y tanto bebió que se quedó dormido en la acera afuera de la cantina. En cuanto despertó, se fue a su casa olvidando a su amigo. Por la tarde, de golpe le vino el recuerdo de su estimado amigo de la infancia y se puso a llorar sollozando. Salió corriendo tratando de llegar a tiempo al entierro. Era demasiado tarde. Ya su amigo yacía bajo tierra en el dulce sueño eterno. Como siempre, la vida sigue y el jornalero siguió trabajando. Le ofrecieron turnos largos que terminaban ya bien entrada la noche y claro que los aceptó. Al salir del trabajo, pasaba por un trago a la cantina y seguía rumbo a su casa. El cementerio le quedaba de camino. No podía vadearlo. En una de las noches que iba trastabillando a casa, escuchó que alguien aplaudía y al alzar la mirada, era su amigo, el catedrático. Le habían reconstruido la cabeza y rellenado con aserrín y papel. Le gritaba: "Venga, amigo, venga, tomemos café y charlemos hasta el amanecer". Parecía que alguien había cavado la tumba de nuevo y le invitaba a compartir un café en la fosa. La desesperación comenzó a acumularse en el jornalero, ya que cada noche le gritaba su amigo difunto que tomaran café juntos y charlar hasta que amaneciera. No le quería contar a nadie por miedo a que lo tacharan de loco. Al final, su desesperación pudo más y se fue a hablar con el cura local y le comentó su situación y el cura le dijo que no era la primera vez que escuchaba algo así. Le dio la clave de cómo librarse del difunto que le atormentaba y que definitivamente no era su amigo, si no una burla. Trazaron el plan paso a paso. Le dijo el cura que debía llevar una jarrilla de café y pan al cementerio y entregarlo al muerto, decirle que estaba bien, que charlaran. El muerto entonces le iba a pedir que entrara primero a la fosa. No debía acceder y debía decirle: “Es tu morada, por tanto debes ir primero” y cuando el muerto le diera la espalda, empezar a echarle la tierra encima y lanzarle agua bendita a la tierra y aceite de lámpara para ungir la tierra y que ya no saliera más; además de eso debía juntar el agua de rocío de siete días y en el séptimo día ir a echar el agua colectada del rocío y una corona u cualquier ofrenda floral que gustara para despedir como era debido a su amigo. El jornalero no creyó que fuera a funcionar todo aquello. Pero estaba perdiendo peso y tenía menos fuerzas. En el beneficio de café donde trabajaba murmuraban que estaba hechizado, que un muerto lo perseguía. El recurrente ruego de su amigo por tomar café ahora lo atormentaba también en sueños: “Venga, venga mi amigo, tomemos café con pan y charlemos hasta el amanecer”. No soportaba ver la forma que le habían dado a la cabeza, parecía que algunas partes las dibujaron de una forma pésima. Perdió el apetito, el tomar trago no le hacía efecto. Estaba tan desesperado hasta que decidió comenzar colocando un jarrito a colectar agua de rocío. Mandó a hacer una gran corona de cempasúchil, mirto y rosas. Pasó pidiendo al cura el agua Bendita. Alistó la jarrilla y preparó un fragante café de olla con el mejor grano oro de su trabajo que pidió para poner a tostar. El café parecía tinta pura, un color y cuerpo impresionantes. Su olor llenó las casas aledañas y consiguió birriñaques y cemitas. Era medianoche, la luna brillaba llena en el cielo y se veía más cerca que nunca. Un viento frío azotaba los árboles. Caminó hacia el cementerio y nada más al estar a las puertas escuchó la voz de su amigo: “Venga, venga mi amigo, tomemos café con pan y charlemos hasta el amanecer”. El jornalero caminó sintiendo los píes como plomo mientras la frase de invitación a tomar café con pan se seguía repitiendo. Había un dato más, le había encomendado el cura que por ningún motivo le fuera a dar la espalda al aparecido o a su fosa. Que le preguntara al difunto su nombre o cual era el nombre de su amigo, lo cual no sabría, pues “los muertos nada saben”. Eso lo iba a frustrar y le haría darse cuenta de que en verdad estaba muerto. El jornalero se tomó sendos tragos de guaro puro para agarrar valor y seguir adelante. Ahí estaba enfrente ya, la fosa abierta, olorosa a tierra mojada. El amigo fallecido iba a decir una vez más su frase. Lo cortó en seco: “Antes que nada, querido amigo, ¿Cuál es tu nombre y cuál es el mío?”. El amigo fallecido titubeó. Se agarró la cabeza rellena y le dijo: “No lo sé, es que tengo tantos nombres”. El jornalero hizo un esfuerzo muy grande para no caer de bruces entre la tumba. “Pero venga, venga mi amigo, tomemos café con pan y charlemos hasta el amanecer”. El jornalero sacó dos tazas nuevas, le dio una bolsa de cemitas al amigo fallecido. “Pero venga, mi amigo, siéntese conmigo aquí adentro y vamos a platicar un buen rato, como siempre hacíamos”. El jornalero le pidió que entrara él primero al amigo fallecido y luego de discutir quién entraría primero el jornalero le dijo: “debes entrar primero, pues es tu casa”. A regañadientes el muerto se sentó en la fosa. Con lágrimas en los ojos el jornalero le comenzó a echar palada tras palada de tierra. Con una pala que se encontraba ahí y posiblemente esa era la que se usó para abrir la tumba. El muerto le miraba incrédulo mientras echaba dentro la otra taza vacía, las bolsas de pan. Incluso la jarrilla. Nadie le había indicado las palabras para pedirle a su amigo que se fuera en paz, fueron inspiración pura, un exordio a un muerto para que ya no siguiera en este plano mortal, que se fuera en paz, que su tiempo ya había pasado. Terminó en unos veinte minutos de colocar la tierra. Sacó el agua bendita y la regó en la tumba. En las esquinas y bordes ungió con aceite de lámpara. Derramó el agua de siete rocíos y por último colocó la corona. Pero además llevó dos cirios que colocó al pie de la tumba y los prendió. Se quedó sentado en silencio viéndolos consumirse. Velando a s u amigo hasta que los cirios se consumieran. Llegó el amanecer y un sentimiento de paz nunca antes experimentado embargó al jornalero. Por primera vez en muchos años se sentía muy tranquilo. Tanto que desde ese momento decidió dejar de tomar. Unos meses después retomó sus estudios por madurez. Le encantaba leer libros y aprendió oficios nuevos. Llegó a ser jefe del beneficio y al tiempo lo compró. Con su trato amable y palabra persuasiva llevó el negocio a nuevos horizontes. Le mandó a colocar una gran plancha de cemento a la tumba de su amigo, para evitar que nadie lo fuera a sacar, ya que según la tradición familiar los “matados” (personas que mueren de forma violenta) son especiales para los conjuros y brujerías. En el fondo era el miedo a que volviera a salirse a atormentarlo. Le puso una placa de mármol con su nombre y un epitafio compuesto por él mismo. Cada día de los santos llegaba a enflorar a su amigo y se quedaba a velarle. A pesar de que al paso de los años se casó y tuvo hijos siempre mantuvo su tradición. Incluso platicaba con el difunto de forma jovial. Cada vez que le tentaban las ganas de volver a tomar se acordaba de su amigo diciendo: “Venga, venga amigo mío, tomemos café y charlemos hasta el amanecer”. Se le iban las ganas de tomar. Cada día de los Santos llevaba café de su ingenio en una jarrilla para velar a su amigo. Café con cardamomo de Guatemala, café con canela. El guardián del cementerio pasaba haciendo la ronda y se sentaba con él en silencio a compartir una taza de café y veía con mucho respeto la ofrenda que le dejaba a su amigo de pan con café. Dulces de conserva de Guatemala y algún trago de licor que al final era probable que algún borrachito o el guardián se tomara. Así que ya lo saben. Siempre velen a sus santos difuntos y tomen un café a la memoria de su amistad. Rolando Enrique Rosales Murga. Barrio Latino. Jutiapa, Guatemala. veintiocho de octubre de dos mil veinticinco. Apoyá en Ko-fi

Soy Adramelek, y escribo desde donde la comodidad se termina. Si valorás la palabra libre, podés apoyarla con un café.

jueves, 16 de octubre de 2025

Don Chico (Parte de Historias de la antigua ciudad)

Don Chico: La siguiente historia la contaba don Chico de su propia boca. Hay quienes dicen que don Chico era algo fanfarrón y con tendencia a la fantasía y exageraba las cosas. Pero nadie podía negar que era un narrador exquisito y sabía cautivar a todo el mundo con sus cuentos, fueran o no verídicos. Por aquel entonces don Chico estaba en el Hospital Nacional de Jutiapa como paciente ingresado. Su tiempo lo pasaba en la cama, con una bata, con extrañas afecciones que no se podían determinar, aunque los médicos decían que estaba así por el paso del tiempo. Pero no encontraban un diagnóstico exacto para aquel mal que le aquejaba. Don Chico siempre comenzaba su relato destapándose la sábana que cubría su cuerpo y mostrando sus piernas, con la piel achicharrada, pegados los tendones como el hilo de lana cuando se le tuerce en el malacate y se trenza por la fricción. Grandes surcos de tejido cicatricial recorrían sus piernas de la pelvis hacia abajo, simulando zarpazos gigantes, como si una mano gigante de hierro le hubiera rasgado la piel. Los cristianos que iban a orar o rezar por cada paciente ingresado obviaban a don Chico, no les gustaba hablar con él pues a toda persona que se le acercara él decía debía contarle qué fue lo que ocurrió con sus piernas para hacer consciencia y que nadie más fuera a pasar por el mismo martirio que él, cuya alma ya no tenía salvación, pues había sido prometida a Satanás en un acto de avaricia. Contaba don Chico que desde niño venía con su papá a vender ocote, leña y carbón a la terminal. Su padre, con caites de hule de llanta pacientemente ofrecía el ocote y carbón atados a su espalda en un saco, el peso sostenido con un atado en su frente, su espalda encorvada por el peso y el trabajo tan pesado que había realizado toda la vida. A don Chico lo dejaba vendiendo sentado en una banqueta, tenía que vocear la venta para que la gente se acercara. Terminaban rápido y el papá de don Chico sacaba unos aguacates de su cosecha y media onza de queso de donde doña Nico en el Barrio Latino, cincuenta centavos de tortilla caliente y un fresco de donde las Murga para los dos. En aquel entonces el mercado estaba donde se encuentra el juzgado de Primera Instancia Penal de la ciudad de Jutiapa, a un costado del parque Rosendo Santacruz. Así fue pasando la vida de don Chico, creciendo entre penas y necesidades, pero muy feliz. No tenía dinero para cuadernos nuevos como sus compañeritos de escuela, así que le tocaba usar papel manila, que era más barato o las partes sin manchar de papel reciclado, no tenía para lápices a veces, así que le tocaba hacer sus apuntes con un carbón. Llegaba a estudiar sin zapatos, los pies llenos de callo, juanetes, muy maltratados. Un único pantalón que cada vez subía más sobre sus piernas y tenía remiendo sobre remiendo. Una camisa color beige que le habían regalado, pero que era muy grande y le quedaba holgada. Una pita de amarrar el ocote era su cinturón en un cuerpo delgado, las costillas se veían bien pegadas a la piel. Le compraban un par de zapatos cada dos años que él menospreciaba, pues le gustaba más andar descalzo. Además los zapatos le irritaban los juanetes y no tenía calcetines qué ponerse. A don Chico no le gustaba la escuela, él prefería recorrer el bosque húmedo, ir a nadar al río, cazar pajaritos y peces para comer en un fuego con leña colectada con su machete, beber del agua fresca del río. Nadar completamente desnudo y sin nadie que lo juzgara, como si el agua fuera su elemento. Se imaginaba lo lindo que sería alejarse de ahí volando. No volver a tener hambre nunca más. Nunca volver a sentir los ojos que le juzgaban por vestir humildemente. A regañadientes don Chico llegó a sexto primaria y terminó su primaria. Todos los compañeros andaban perfumados, con corbata o corbatín y con relucientes zapatos de charol. Algunos incluso usaban guantes de lana blancos para la ocasión. Don Chico llegó con sus únicos zapatos, que le pusieron a la fuerza. La camisa beige que ya no aguantaba un remiendo más y un pantalón grande de su papá. Tenía 7 hermanas, así que bromeaban con él que no le podrían prestar una blusita. Con sexto primaria se fue a prestar servicio militar. Pasar penas, medio comer en 20 segundos. Andar patrullando los cerros y solo hallar coyotes. Así pasó un tiempo y pudo ascender a galonista profesional. Para aquel entonces don Chico había descubierto una atracción poderosa hacia las patojas. Se enamoraba en minutos, pero las muchachas le rehuían. Le decían el carbonero. Don Chico tenía su sueldo cuando fue militar, pero luego le tocó que vender periódico, cargar bultos, lustrar zapatos, hacer de albañil. Lo que se presentara. Se fue a la capital un tiempo con un maestro albañil y ahí le agarró gusto al guaro, al cigarro y a las mujeres de la vida alegre. Ellas no huían cuando él llegaba. Con dinero le hacían caso, según él. Entonces empezó a ambicionar tener mucho dinero, cantidades incontables para poder ser alguien en la vida. Ya sus hermanas se habían juntado. Su señor padre había abandonado este cruel mundo y su madrecita estaba próxima también a irse. Se peleó con el maestro albañil en una de esas tomaderas y regresó a Jutiapa. Aquí convenció a una señora que vendía carne de coche de darle trabajo de vendedor ambulante y pagarle unos míseros centavos por venta. Aprendió a no menospreciar nunca ni siquiera un centavo, porque alguien le había dicho que los centavos eran como gotas, que las gotas cuando se juntan pueden hacer una tempestad. Salía temprano bien bañadito, su camisa limpia y oloroso a perfume barato que había adquirido en la capital. Estaba ya en sus veinticinco años, no era demasiado apuesto, pero tenía una labia aprendida en la capital, una casaca fina, como decimos en buen chapín. Regresaba muchas veces a llenar la cubeta de chorizos. La jefa le proporcionó una carreta y luego una bicicleta para que repartiera. Había aprendido radiofonía en el ejército y se iba a escuchar a su amigo don Polo de radio Jutiapán conducir un programa de música romántica. Las canciones hacían a don Chico soñar con un romance idílico, algo apasionado. Pero ninguna mujer se animaba a sentar cabeza con él. Hacía buen pisto en la venta de productos de coche. Pero cuando quería sacar a bailar a una chica en la zarabanda o invitar a alguna a comer le decían que no salían con un chino choricero. Esas palabras se hendían como puñales en los costados de don Chico, la rabia lo hacía desear tener muchas riquezas, para tener a las mujeres más guapas a sus pies. Pasó algo de tiempo y don Chico fue creciendo en su ansia de amar, pero más en su ansia de tener tesoros y poseer muchas propiedades y muchas mujeres. Intentaba negocios que siempre se caían. Ahorro dinero y compró media docena de cochitos, los empezó a criar en la casa que su familia le dejó a él por ser el único soltero. La casita de barro y bajareque donde creció. Los coches se le morían. Compraba gallinas y la misma historia. Se metía a juegos de azar como la huicha, la taba, el póker. Siempre perdía. Se refugiaba en el vicio del alcohol y buscaba las mujeres de la vida alegre. El dinero jamás le alcanzaba para el mes y eso que vivía solo. Don Chico trabajó en las camionetas, anduvo de cargador en los camiones que transportan plátano de la costa, en los camiones de Plácido Cordero, que transportaban lechuga, betabel, papaya, sandía, tomate, manzanas y muchas otras frutas de Jalapa a la costa; Don Plácido, un hombre moreno, mestizo, pero de rasgos fuertes se había conquistado a doña Bartola Cordero, quien era una mujer grande, pálida como la luna, de cabello rojizo, como la pasión. Doña Bartola era originaría de Campos de Peñafiel, Castilla y León (Valladolid) en España. Cada vez su flota de camiones crecía más. Don Chico envidiaba su prosperidad, quería ser como él, al menos tener un par de camiones para asegurar la vida y una mujer bonita. Pero Plácido no se conformaba con tener una mujer muy guapa. Gastaba mucho dinero en conquistar damas y dejar hijos regados por donde quiera. Don Chico había encontrado a su arquetipo. Su modelo a seguir. Entre la gente de Colis, de donde Plácido era originario se decía que había hecho un pacto con el diablo, que Satanás había bebido de su sangre y que él bebió sangre del diablo en un cáliz maldito en una misa negra celebrada a medianoche en el cementerio que estaba en la punta del cerro. Que después de eso el mundo se había puesto a sus pies. Iba donde quería, gastaba como nadie y su dinero jamás se gastaba, eso sí, cuando se pasaba de la raya Satanás o algún esbirro llegaba a la casa a chicotearlo con un acial de puro cuero curtido. Decían que el demonio le tenía mucho cariño a Plácido, por lo desamorado que era con la gente y hasta le permitió tener hijos. Al principio el diablo le había dicho que si quería tener hijos hubiera tenido hijos con Candanga, el diablo del maíz, que era un engendro que incitaba a engendrar, pero con Satanás era distinto. A él no le gustaba que tuvieran descendencia. Pero a don Plácido lo dejó, con la condición de no hacerse cargo de los hijos que engendrara. Solo dejar a las mujeres embarazadas y nunca ayudarles. Tanto fue así que cuando su primogénito hijo con doña Bartola nació lo mandó para Jutiapa, para que Satanás no estuviera cerca de él ni se enterara de su existencia. Doña Bartola se vino con el niño, llamado José Alfredo y puso un comedor en el mercado de Jutiapa, llamado Mi lindo Colís. Plácido secretamente le mandaba dinero a su mujer, del cual pagaban las necesidades de su hijo. Pero el demonio es también omnisciente y le dio sus buenas chicoteadas por días a don Plácido cuando por fin le hizo saber que todo el tiempo había sabido que estaba intentando ayudar a su hijo y alejarlo de su influencia demoníaca. Plácido incluso al principio le había negado el apellido a su hijo, pero luego lo reconoció, fue a la iglesia, donó unas limosnas y recibió unas chicoteadas por hacer eso de parte de Satanás que casi lo matan. Estuvo en cama por quince días ardiendo en fiebre. Se dice que cuando creció José Alfredo, hijo de Plácido tenía lo que se conoce como pegue con todas las mujeres, a pesar de no ser muy agraciado cada vez que hablaba con alguna irremediablemente terminaba haciéndole caso. Incluso algunas personas casadas, bueno, bastantes personas casadas. Se dice que presentía cuando algo iba a pasar o se le revelaba en sueños y siempre se anticipaba a sucesos peligrosos para su seguridad. Se dice que gastaba dinero en vino, mujer y tabaco, que como dice el dicho “dejan al hombre flaco” Tuvo hijas y nunca se hizo cargo de ellas. Tuvo un hijo varón a quien negó el apellido y nunca apoyó, algunos dicen que por tener la misma condición de Plácido, aunque nunca fue tan adinerado como su padre, Plácido. Doña Bartola le dejó una casa grandísima a José Alfredo, que este vendió en cuatro millones de quetzales para poder continuar con sus vicios y vida de complacencia El hijo de José Alfredo se llamaba Rómulo, según cuentan profetizaba eventos, lavaba cerebros, vaticinaba lugares, adivinaba nombres de las personas solo con verles, incluso se dice que resucitó un par de veces luego de intoxicarse o de ser atacado; quizás remanentes de su padre y abuelo. Pero no es de la familia de Plácido que trata esta historia, así que volvemos con don Chico. Don Chico había escuchado que para hacer un pacto con el diablo debía ir al cementerio todas las noches, especialmente las de luna llena y a medianoche, rezar un padrenuestro al revés frente a un árbol de amate, invocar al diablo desde el interior, renunciar a toda fe cristiana y decirle a Satanás que le recibía en su corazón. Pasó la primera noche con mucho miedo en el cementerio viejo de la ciudad de Jutiapa, que en ese entonces era el único camposanto. Precisamente hay unos palos de amate y una ceiba donde antes, en tiempos de Manuel Estrada Cabrera fusilaban presos. Pasaron tres semanas y nada sucedía, pero don Chico no dejaba de ir al cementerio a medianoche. Al final de la tercera semana, don Chico andaba muy borracho y se puso a injuriar al diablo y sus demonios, retándoles a que se le aparecieran. Escuchó como chirriar de dientes, sintió miradas que venían de todas partes, sonido como de aleteo de alas gigantes, murmullos de voces guturales, como una bandada de jabalíes hoceando, Olores tan fétidos como indescriptibles. Finalmente, hacia él venía una persona montaba en un caballo azulado azabache, cuya negrura resplandecía en la oscuridad, de unos siete metros de altura, con los ojos como llama de fuego, de su boca exhalaba llamaradas y sus cascos al rozar el suelo producían chispas que olían como estar muy cerca de un volcán. Un hombre grande, de unos dos metros cuarenta de estatura se apeó del caballo. Cargaba unas botas estilo polichinelas hasta la rodilla, su pantalón negro bordado de oro, su camisa como la de un príncipe o un rey, portaba una espada muy grande llena de rubíes y diamantes. Su piel relumbraba y era tan pálida como la luna, su rostro muy apuesto, sus ojos azules eran como las joyas que le adornaban, su cabello rizado cambiaba del dorado más intenso a un rojo como fuego. Cargaba pendientes de oro en las orejas, una diadema de oro en su cabeza Cuando don Chico lo vio fue como ver un árbol, una montaña viniendo hacia él. Le dijo el diablo que él era el maestro de maestros y que sus sirvientes le habían contado de cómo don Chico lloraba enfrente del amate, llamándolo, invocándolo, diciendo que fuera por su alma. Don Chico cayó de bruces. Las piernas no le respondían, su boca se rehusaba a hablar. Era como si se hubiera tragado la lengua. Miraba al suelo, ya que ver aquella aparición le hacía sentir que iba a morir ahí, en ese preciso momento y lugar. El diablo exigió que le viera. Le dijo que le gustaba que le vieran a los ojos al negociar- Le preguntó si le gustaría venderle su alma. Apenas don Chico asintió vio como un ser que venía reptando, con alas y muchos brazos, cuyo rostro estaba tapado por alas negras le traía al diablo una gran jeringa, del otro lado un ser como un cocodrilo erguido como ser humano le traía un libro grande, forrado con piel como de ser humano. Satanás le introdujo una fina aguja en la vena del brazo derecho y extrajo una buena cantidad de sangre y ya se sabía el nombre de don Chico. Abrió el libro negro con cubierta de piel humana y en una página escribió el nombre de don Chico y la fecha. Don Chico se preguntó ¿Ahora qué sigue? El diablo, leyendo sus pensamientos le dijo que ahora le haría inmensamente rico. Don Chico estaba esperando instrucciones. El diablo le mandó unos pájaros oscuros, burlones, unos cuervos del tamaño de un ser humano que le indicaron comprar el entero de la lotería, le indicaron qué numeración comprar y así lo hizo don Chico. El fin de semana siguiente se jugaba el premio mayor de la lotería. Cuál fue la sorpresa de don Chico al ver que había ganado. Pidió todo su dinero, pero un asesor de voz ronca, con traje totalmente negro y mirada malévola le dijo que tomara una parte para comprar un camioncito de segunda mano, eso era lo que sugeriría su Maestro de economía de la universidad. Don Chico entendió todo e hizo lo que el asesor le indicaba. Le dijo el asesor que comenzara a sembrar de madrugada en el terreno de su familia, que comprar animales, que invirtiera en fondos del banco. Incluso que jugara apuestas arriesgadas a la taba, a la huicha y al póker. En menos de un mes don Chico ya tenía su camioncito, la primera cosecha de verdura había salido y se fue a la costa a venderla, como cuando iba con don Plácido, quien tuvo la cortesía de enseñarle a manejar y le tramitó su primera licencia. Vendió todo y de regreso trajo coco y plátano de la costa y arrasó vendiendo. Don Chico pronto tuvo que delegar el trabajo, comprar terrenos aledaños, abrir cuentas en diferentes bancos e invertir en acciones. A los seis meses se le instruyó comprar otro numero de lotería y así lo hizo y volvió a ganar y a los diez meses volvió a jugar y volvió a ganar. Un rayo no cae tres veces en el mismo lugar. Esa suerte solo le había tocado a don Lipe Colocho, quien se sacó la lotería tres veces seguidas. Las probabilidades eran una en billones. Don Chico se casó con una mujer llamada Estela, pero no había mujer que rechazara si don Chico quería estar con alguna. Ahora don Chico usaba calcetines calentadores de lana hasta la tibia y botas polichinelas, como de soldado alemán; Botas de piel de cocodrilo, botas de piel de tiburón y lentes de carey con marco de oro. Fumaba puros entorchados de puro tabaco. Tomaba los rones más finos. Bebía las mieles de la vida. A veces se le olvidaba y daba alguna ayuda a la gente pobre o a la iglesia y el diablo entonces llegaba con su acial a darle una tremenda paliza por malversar el dinero que le había brindado como parte del pacto. Don Chico ansiaba tener un hijo, pero el diablo siempre se lo negó, aunque don Chico gozaba derrochando su dinero en vicios y vida alegre. En una ocasión trató de ahorrar un poco de dinero y cuando fue a ver las monedas se habían convertido en barro que se hizo polvo en sus manos. Otras veces guardaba billetes en sacos y los mismos se convertían en hojas de maíz. Le mostraba el diablo que su riqueza no era transferible. Don Chico tenía terrenos grandes, cerros, lagos, nacimientos de agua, poblados enteros eran su propiedad. Tenía mucho ganado y a veces entre el mismo veía al diablo arreando las reses montado en su caballo o disfrazado de toro se paseaba vigilando a don Chico. Don Chico tenía prohibido por ningún motivo mencionar su pacto a nadie. Si no sería duramente castigado por el maligno. Dentro de don Chico se fue acumulando un vacío existencial cada vez más grande. Tener tanto dinero no le daba la felicidad. No le servía de nada haber ganado el mundo, pues se había perdido. A don Chico lo invitaban a bodas, bautizos, velorios, entierros, cuarenta días, cabos de año y él a ningún lado asistía. Le pedían aportaciones para construcción de proyectos y siempre se negó. Se granjeó la fama de tacaño, miserable que solo para el vicio tenía dinero. En una ocasión se le olvidó y fue a donar dinero para una operación. Durante una semana Satanás mandó a sus esbirros a darle unas buenas chicoteadas con el acial de cuero de vaca. Don Chico ya no podía ni soñar, ya que aún en sueños se le aparecía la figura de Satán burlándose de él. Muchas veces en parrandas se encontraba con alguna bella mujer, a la que sacaba a bailar, se bebían unas botellas y ya cuando se la quería llevar resultaba que era el diablo o alguno de sus esbirros burlándose de él. Cuando no estaba bebiendo y de fiesta don Chico manejaba a la costa a dejar producto y traer nuevos productos con él. Tenía varias abarroterías que prosperaban día con día. Cada producto que llevaba y traía le conseguía mucho dinero. Por dentro don Chico se sentía muerto, Una carcasa sin alma, alguien que hacía mucho tiempo había muerto, pero continuó así sus negocios. La gente murmuraba que don Chico era tan avaro que no le cumplía a doña Estela maritalmente, quizás porque era tan tacaño que prefería hacer más dinero en lugar de gastarlo teniendo hijos. Incluso se decía que había tenido hijos fuera del matrimonio con otras mujeres y se negaba a darles ayuda alguna, diciendo que él sabía cuales y cuales no eran sus hijos y que hasta el momento no había tenido un solo retoño. Los tiempos pasaron. Cuarenta años se fueron con el viento y don Chico era ahora un anciano que se negaba a envejecer. Siempre tomando. Siempre trabajando manejando sus camiones, que ahora eran tantos o más que los de Plácido, con quien perdió comunicación ya hacía tiempo y se decía estuvo agonizando por meses, negándose a morir hasta que su nieto Rómulo llegara a verle. No quiso recibir la extremaunción. Se dice que cuando Plácido murió un animal de piel negra, como un gran perro negro, pero que también tenía características como las de un lagarto salió de debajo de la cama de Plácido y este le había pedido a los familiares que no lo velaran ni lo enterraran en camposanto. Citaba Plácido que quería que fuera como su canción favorita que decía; “Que me sepulten allá entre los montes porque no quiero estar en camposanto” La familia, desobedeciendo a Plácido mandó traer al cura de la ciudad. Cuando el reverendo se acercó a Plácido y estaba persignando el aire. Sintió como si le hubieran dado una patada en sus partes pudendas, como una coz tremenda de un toro. Salió al patio con la premura de orinar, se alejó cuanto pudo y luego de que había terminado vio con terror que había orinado sangre y que el dolor en lugar de aliviarse subía y subía. Se sintió atemorizado. Vio sombras negras en pleno día y escuchaba carcajadas en el viento. Luego ya no pudo ver nada. Sus ojos se llenaron de oscuridad y tuvo que ser llevado por los vecinos de regreso a la iglesia, donde horas más tarde murió aullando como perro y rechinando los dientes, totalmente ciego. Los familiares de Plácido entendieron y lo llevaron a sepultar lo más pronto posible en un terreno que dispusieron para ese propósito. Solamente su esposa y sus hijas hembras. De diferentes madres, a quienes nunca ayudó. José Alfredo no llegó al entierro. Su nieto nunca llegó cuando Plácido agonizaba y lo clamaba para conocerlo. Mucho menos para ver cuando lo enterraron. Don Chico deseaba la muerte, pero no tenía idea de lo que le esperaría luego en la otra vida. Alguien le había dicho que los que tenían pacto vagaban ciegos en círculos en un infierno personal, donde escuchaban sonidos ensordecedores de aleteo de demonios que hacen sangrar sus oídos. Un infierno parecido a la pintura del Bosco, en el cual demonios los devoran, defecan y el ciclo recomienza. Demonios abusando a los condenados en todas las formas imaginables y ellos sufriendo irremediablemente, sin poder morir. Después de meditarlo por varios días don Chico invocó a Satanás, quien creyó que don Chico le ofrecería alguna nueva alma, como solían hacer los acaudalados que querían favores especiales. Cuando don Chico, con mirada decidida y parado firmemente sobre sus pies le dijo que quería deshacer el pacto. Que, si había una forma de anular el contrato que habían hecho con su sangre y firmado en el libro negro de los muertos él quería saberlo, porque ya no quería seguir con ese pacto. El diablo se molestó tanto, le dijo que desde antes de que él fuera concebido ya lo había escogido para tenerlo entre sus siervos, que si quería le daría otros bienes mayores, inimaginables. Incluso le ofreció la potestad de tener hijos, en una familia formada, con su esposa. Don Chico recordó que su esposa quería una boda religiosa, grande y solo pudieron casarse por el civil con un notario que el diablo había elegido. Se molestó tanto y le dijo al diablo que no importaba el castigo, que jamás volvería a doblegarse ante él y que nunca más le serviría. El diablo hizo un ademán de sacar su látigo, pero don Chico le dijo que perdía su tiempo, que ningún castigo le haría volver a esa podredumbre que era vivir con todo, pero no gozarlo, tener mucha gente y sentirse solo. Poseer tanto y sentirse vacío. Don Chico siguió trabajando, pero sus ganancias no eran las mismas, sus animales de corral como los chompipes, patos y gallinas se fueron muriendo, una peste en sus granjas, las vacas se ponían a correr como locas y se quebraban las crismas al chocar una contra la otra. Siete jornaleros murieron al caerles un rayo mientras colocaban un techo. Don Chico aún así no pensaba volver atrás de su decisión. Su esposa enfermó y en cuestión de días se apagó su luz. Don Chico ni siquiera lloraba. Le mandó a arreglar su servicio funerario. Quería una velación normal, pero ningún cura se animó a llegar y los vecinos le tenían pavor, pues decían que estaba maldito, que estaba salado. Don Chico seguía determinado a deshacer el pacto con el diablo. El maligno le seguía haciendo bromas y atrocidades, Cuando dormía a veces despertaba en el patio, con una piedra por almohada, sobre un hormiguero. Sobre plastas de estiércol, sobre espinas de Ixcanal. Lo elevaba por los aires, al sentirse levitar don Chico despertaba y el diablo lo dejaba caer de pecho al suelo, sacándose el aire en la caída y escuchaba risas demoníacas, como se contorsionaban de tanto carcajearse a costillas suyas. En una ocasión que don Chico iba para la costa en su camión el diablo se le apareció en la puerta de su casa y le dijo que volviera por las buenas, sino lo haría regresar por las malas, pero don Chico lo ignoró. Se fue a las dos de la madrugada de camino, había mucha niebla en la carretera. Al bajar por la Conora, entre Quesada y San José Acatempa. De la nada le apareció un camión muy grande, sonando las sirenas a todo lo que daban, con unas grandes luces enceguecedoras. Chocó el camión de don Chico a un costado y se lo llevó al fondo del barranco. Don Chico solo podía escuchar una risa sardónica y demencial antes de desmayarse del dolor. Lo sacaron del camión que prácticamente estaba envuelto en llamas, entre los hierros retorcidos se encontraba don Chico. Poco a poco con la quijada de la vida se fueron abriendo paso. Don Chico gritaba horriblemente que Satanás, conduciendo un camión gigante le había sacado de su camino y causado su accidente, los paramédicos, la policía y los periodistas tomaron aquello a broma. Pero de pronto se sintieron observados por miles de ojos, escuchaban como chirrido de dientes, risas, aleteos. Los periodistas optaron por no publicar la nota. Don Chico fue ingresado al hospital, donde perdía y recobraba la consciencia de cuando en cuando. Despertaba dando unos gritos guturales tremendamente feos. El personal del hospital creía que se debía a que el setenta por ciento de su cuerpo estaba quemado, pero eran visiones del horror, monstruos que le llegaban a despertar para atormentarlo. Cuenta don Chico que vio al diablo entrar abriéndose paso entre la multitud y llegar riéndose al pie de su cama y decirle que ya se lo había advertido, que cuando alguien es suyo, lo es para siempre. Que su alma seguiría condenada. Luego se fue, caminando entre la gente, nadie más lo podía ver, pero un enfermo que estaba amarrado, puesto que tenía tétanos y se golpeaba y golpeaba a los otros debido a la fiebre que ello le causaba veía aterrorizado como se alejaba aquella figura tan bella y atemorizante a la vez. Don Chico necesitaba dinero para injertos de piel. Pidió a uno de sus trabajadores que le fuera a sacar un dinero que tenía guardado, le indicó donde buscar, en un sótano con llave. Pero ahí no encontraron dinero, sino tuzas de maíz en costales, en un cofre encontraron monedas de barro que se deshacían al contacto con el aire y heces de animales y humanas acumuladas por toda la habitación. El trabajador y quienes le acompañaron creyeron que don Chico se había vuelto loco, pero cuando le comentaron el hecho él les dijo que eran burlas del diablo, quien se estaba desquitando con él. A todas las personas les contaba de su pacto con el diablo, rompiendo el secreto y haciendo consciencia en los demás. Vendió uno de sus camiones y algunas propiedades y logró hacerse las operaciones necesarias. Estuvo en el hospital por varios meses más. Ahí fue donde contó esta inverosímil, fantástica y entretenida historia. Vendió todas sus posesiones, mandó ungir su dinero y lo iba cambiando de ubicación para que el diablo no lo hiciera polvo y se compró un terreno debajo de la Conora, una finquita a la cual llamó “El olvido” donde pasaba sus días en su silla de ruedas, recitando y componiendo coplas campesinas, bebiendo un vino de vez en cuando. Incluso volvió a caminar. Cuando murió dejó dicho que no le fueran a velar y que lo enterraran en El olvido. Le terminó legando la finca a un amigo poeta, a quien conoció en sus últimos momentos, de quien se decía era nieto de Plácido Cordero. Apoyá en Ko-fi

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