Historias de la antigua ciudad de Jutiapa:
Esta es una recopilación de historias que se contaban en la ciudad de Jutiapa en mi niñez para infundir temor en los más pequeños. A veces con el fin de persuadirles a obedecer a sus mayores, otras simplemente fueron situaciones que la cotidianidad fue hilvanando y se fueron pasando oralmente en la tradición y en algún punto se perdieron, pero aquí trataré de recordar y nombrar las que se me vengan a la memoria. Los abordaré brevemente, haciendo énfasis en porqué eran sensación y trataré de ser a la vez sucinto.
El brujo del Hotel Ordóñez.
Este era un personaje de unos dos metros cinco de estatura, unas cuatrocientas cincuenta libras de peso, cabello lacio, castaño, largo, en cola de caballo. Piel blanca y pálida, nariz respingada, ojos de mirada seria. Siempre vestía de negro de pies a cabeza. En sus manos portaba muchos anillos de oro muy gruesos, con piedras preciosas, muchas cadenas y esclavas de oro. Para aquel entonces yo ni siquiera sabía leer ni escribir. Me daban miedo los brujos, por las historias que se contaban. En casa no teníamos televisión, pero donde mi tía Lucy solía ver que ella era muy creyente de las predicciones de Walter Mercado, yo no sabía si Walter Mercado era una señora o un señor, por la voz extraña y la túnica, las manos llenas de oro, como las del brujo del hotel Ordóñez. Me causaba miedo ver las predicciones de Urbano Madel en el periódico. Los adultos las leían y decían que había que hacer concentración mental a cierta hora. Pero según mi mamá la gente que meditaba o hacía concentración mental estaba poniendo su mente en blanco para poder hablar con el diablo. Decían que el brujo del hotel Ordóñez también solía meditar y recomendar concentración mental. Se contaba que era muy bondadoso. Personas en la calle lo paraban y él les daba frasquitos, como de gotas para la vista a veces a precios módicos, a veces gratis. Se decía que había curado a muchas personas de enfermedades terminales. Siempre portaba un ataché de cuero negro, donde cargaba sus medicinas, a pesar de no ser médico de carrera. Cargaba también talismanes y dinero, mucho dinero en efectivo, ya que no confiaba en los bancos. Cargaba diferentes monedas, como dólares, lempiras, córdobas, en aquel tiempo había colones y claro, quetzales. Atendía a los clientes en el hotel, pero dormía en el Barrio Latino, en una casa blanca colonial que está al inicio de la octava avenida, enfrente de cable Yes.
El hecho de manejar mucho dinero en efectivo hizo que se volviera un blanco atractivo para los amigos de la mala vida. En una ocasión que regresaba ya entrada la noche al lugar donde dormía lo esperaron tres tipos encapuchados, con armas de fuego. Estaban dispuestos a quitarle su ataché, pues sabían que estaba repleto de dinero. Cuando con amenazas le intentaron despojar de sus bienes no se inmutó ni cedió a las peticiones de los delincuentes; ellos, muy enojados le dispararon cada uno desde el ángulo donde se encontraba. Cada uno descargó su tolva contra el cuerpo del brujo. Estaban seguros de haberlo ejecutado, pues le vieron caer, aunque no sangrar. Hay versiones que dicen que solo tenía orificios de entrada en la ropa, pero que las balas no perforaron su cuerpo, otros dicen que ni una sola bala dio en el blanco. De alguna forma desvió los disparos. El caso es que el brujo se levantó, en sus brazos tenía el ataché abrazado y del mismo sacó una gabardina de cuero negra que se puso y se fue con prisa al lugar donde solía dormir. No tenía muchas cosas en dicho lugar, apenas una colchoneta y una televisión. Yo le vi llegar sudando, sacar sus cosas y pasó saludándonos a los chicos que jugábamos en la cuadra. Nos regaló veinte quetzales a cada uno y nunca más se volvió a saber nada acerca del brujo del Hotel Ordóñez. Desapareció sin más y con el tiempo la gente le olvidó, al suceder otras cosas extrañas.
La Tienda de doña Nico:
Doña Nico Cámbara tenía una tienda que olía muy rico, siempre limpia, trapeada, con aroma a desinfectante. Las tiendas por aquel entonces eran más como distribuidoras, se vendían cirios, candelas de sebo, keroseno para los candiles, candiles, ocote, leña, huevos, azúcar, sal. Eso era lo principal. Apenas surgían algunas marcas de café, aún se vendía café puro cosechado y molido. Había costales de arroz, de harina de trigo, fécula de maíz, charamuscas, bolsitas de escabeche y otros. Enfrente de la tienda de doña Nico estaba la de doña Toyita y una cuadra arriba la tiendona de doña Chavelita. Esos lugares distribuían productos de primera necesidad a precios cómodos. Tenían cajitas con tomate, cebollas, pepino. Vendían dulce de leche, canillitas, jocotes en miel. melcochas, que son a base de melaza que se estira hasta darle un sabor dulce intenso; coyoles en miel. Esos eran los que degustaban los niños golosos por aquel entonces. Para los problemas de la piel vendían sulfatiazol y para problemas estomacales el bismuto compuesto de Ancalmo, vendían super tiamina 500 para energizarse, denguinas para los síntomas del dengue, que en estos lares era algo muy común por aquel entonces. Era el año mil novecientos noventa y cuatro. Doña Nico contaba ya con noventa y ocho o noventa y nueve años. Se la pasaba sola atendiendo, aunque a veces alguna señorita de las que le asistía le ayudaba a despachar. Tenía un estante de madera, de donde tomaban el arroz, el frijol o el azúcar. Era muy vistoso y a pesar de estar abierto jamás había algún bicho ahí, como algún gorgojo o algo así. La esquina de la tienda de doña Nico era parte de la casa de don Chevito Cámbara, a quien apodaban el hombre más rico de Jutiapa. Había sido alcalde. En la puerta centenaria de su casa aún se puede apreciar un hierro donde se amarraba al ganado mostrenco de la ciudad para que los dueños lo pudieran ir a reclamar. Don Chevito no confiaba en los bancos. Mantenía pacas de dinero en costales al sol pues alguna vez cantidades se le pudrieron porque se humedecieron en la oscuridad. Escopeta en mano, sentado en una silla mecedora cuidaba su tesoro don Chevito. Aunque no es el personaje principal de la historia, si no su familiar doña Nico. El paso del tiempo había hecho pequeñita a doña Nico. Su cabello cortito como la nieve, sus ojos cansados, su voz grave por el paso de décadas inciertas. De semblante serio, pero siempre amable.
Cada que nos mandaban a comprar comprábamos un quetzal de dulce de leche o dulces de menta, que eran como a cinco centavos cada uno o un quetzal de huevitos, que eran manías confitadas, también a cinco quetzales, vendía chatos, que eran un vaso de refresco. Recuerdo que traían un sol cachetón dibujado en un empaque blanco. Vendía cucos, que eran unas bolsas alargadas de hielo saborizado y topogigios, que eran casi iguales, pero más pequeños y anchos, de sabores como manía, naranja. Frascos de vidrio con tapa de hierro que contenían pan de yema, espumillas y otros manjares. También vendía esencias para dar sabor y color a las granizadas. En aquel entonces vendían panitos Wini, ricitos, comenzaban a distribuirse las tortillitas Señorial y el producto envasado y de marca iba desplazando al producto tradicional simplemente empacado en bolsa cristal.
Como la familia Cámbara era desde hacía más de un siglo una de las familias ganaderas más famosas de la ciudad vendía leche temprano, desde como las cinco de la mañana. Fabricaban requesón, mantequilla lavada, queso fresco, pero la sensación de la tienda de doña Nico era el queso seco, para echarle a los frijolitos. Tenía unos grandes quesos redondos de cincuenta libras y con un cuchillo cortaba las tajadas, según el cliente quisiera y usaba para las medidas pesitas de latón de cobre. Como veinte pesitas de tamaños graduales que iban de la más pequeña a la más grande como una muñeca rusa, como se hace en el Occidente, pues decía que era la medida más exacta. Trenzas de ajo colgadas en la baranda, pues olvidé mencionar que había una baranda blanca para aislar a doña Nico de posibles peligros, tenía una puertecita que se mantenía con llave y una pequeña puerta abatible que solo se abría desde dentro, por la cual despachaba los productos. El piso era blanco y negro, brillante y oloroso, como el color de una vaquita, decían los vecinos.
A nosotros nos mandaban a traer leña en un diablito de la casa de mis tías, para preparar cosas en el horno de barro.
A veces pasaba algún loco del barrio como Chiquito Gorocha, quien llegaba a comprar algún pan con una mini coca. Se ponía a contarle a doña Nico que tomaba dos diazepam con un octavo de ron blanco y sentía que caminaba en las nubes, ella solamente meneaba su cabeza de lado a lado en señal de desaprobación. A veces al salir de la tienda estaba una persona con problemas mentales en las esquinas, a quien apodaban Morocho, era moreno, de un color de tez casi rojo, como el cobre, el pelo crespo largo, totalmente enmarañado, su cuerpo era mullido de pelo, sus extremidades musculosas y el abdomen que envidiarían los usuarios de los gimnasios de estos tiempos. Todo el tiempo andaba sin camisa, sin zapatos, solamente con una pantaloneta corta, que al parecer era del Deportivo Jutiapa, que quizás alguna persona caritativa le regaló. Si veía pasar a un adulto lo ignoraba o le pedía dinero, pero si veía pasar a un niño pequeño lo corría, lo asustaba gritando guturalmente, como un animal o le quitaba la compra y la tiraba al suelo y se paraba en ella. Daba manotazos muy fuertes, patadas. Era el terror de los niños de aquel entonces. A veces estaba en el parque haciendo calentamientos como rodilla al pecho en salto, lagartijas, payasitos, sentadillas, zancadas, sombra de boxeo, estiramientos. A lo mejor antes de perder la razón era atleta, lo que explicaría su cuerpo definido.
Doña Nico parecía inmutable a cualquier cosa, era una mujer muy valiente, siempre con su semblante serio. Hasta ese día que ocurrió algo terrible, que perturbó en sobremanera el corazón de doña Nico. Estaba ella solita en la tienda, a eso de las tres de la tarde de un sábado, cuando un hombre entró fumando un cigarrillo. Compró una gaseosa y le preguntó si a ella le gustaría comprar algo de oro, pues él portaba joyería muy fina. Doña Nico no pensó nada malo y simplemente le pidió que le mostrara las joyas que tenía a la venta. El hombre sacó de un ataché negro de cuero una chumpa, también de cuero. Un horror indecible se apoderó de doña Nico al ver que el hombre desenvolvía de la chumpa de cuero un brazo humano amputado, parecía la de un hombre, con vello rubio en el antebrazo y en medio de los dedos, el brazo aún goteaba sangre, enjoyada, tenía anillos en cada dedo, varios, grandes, con piedras preciosas, y unas quince esclavas. Le dijo que también cargaba cadenas de oro y se dio unas buenas carcajadas cuando doña Nico, horrorizada por el dantesco espectáculo no podía ni contestar. El hombre se fue riendo, complacido de haber mostrado su pieza, su cometido quizás era el de asustar y lo había logrado. Cuando los familiares y cuidadores de doña Nico llegaron ella estaba exaltada y les comentó lo que le había sucedido. La historia se expandió como pólvora y los vecinos crearon su versión de los hechos, asegurando que aquel brazo no era otro si no del brujo del Hotel Ordóñez, de alguna manera lo habían logrado ultimar y le habían robado las partes del cuerpo y se las habían repartido, ya que las joyas estaban atascadas en las manos y el cuello. Nunca se comprobó esa versión. Sin embargo, siempre se contaba en las velas y reuniones aquel macabro hecho, como algo que nunca se había visto en el Barrio Latino de la ciudad de Jutiapa.
La Siguanaba de los Helados Pops.
Una leyenda recurrente en el imaginario popular de los jutiapanecos ha sido la Siguanaba, ese personaje enigmático que pierde a los hombres enamorados o borrachos y los despeña en el barranco que es como su boca y los estrella contra las piedras, que son como sus dientes. Que según se dice a algunas personas solamente las juega y los deja atontados para siempre. Muchas personas aseguraban ver a la Siguanaba bañándose a medianoche en la antigua Pilona Municipal. En ese tiempo casi nadie pasaba por ahí de noche. A la par de la pilona tenía su casa una señora a quien en la ciudad apodaban “La Julia loca”, que salía a vender verduras con un yagual, que es como un trapo que se redondea encima de la cabeza y sobre el yagual las mujeres se ponen un canasto. Era peculiar la forma de vender de doña Julia. Se molestaba si no le compraban y decía riendo: “No quieren ni mierda estos hijos de la gran puta”. Sus piernas eran delgadas y resecas por el paso de los años, con várices, su piel argeñada por los años, era morena, pelo blanco y le faltaban dientes. A veces tenía crisis mentales y no dejaba a la gente lavar en la pilona. Les lanzaba piedras muy molesta. A quien siempre dejaba lavar era a doña Maura, abuela de los chiquitos Gorocha, sobre quien escribiré en su momento. En una ocasión una de las sábanas de doña Maura se fue muy alto, como a unos cien metros de altura y desde arriba planeaba como alfombra de Aladino. La gente decía que doña Maura se dedicaba a la brujería y lo creyeron más cuando le ordenó a la sábana bajar y fue bajando poco a poco hasta volver a donde ella la tenía tendida. Había gente que hacía bromas, diciendo que a quien veían bañarse a medianoche y confundían con la Siguanaba era a doña Julia, que quizás hacía algún sonido gutural por sus problemas mentales.
A unos cuatrocientos metros de la pilona se encuentra el Manguito, que es una calle llamada así porque antes era un campo en el cual había árboles de mango y otras variedades como de guayaba, cedros centenarios, imponentes que se nutrían del sol y de nacimiento de agua que corría en forma de arroyuelo por entre los árboles. Los niños que vivían alrededor iban a cazar cangrejos pequeños y a veces encontraban grandes. Cangrejos que eran de tierra y cangrejos que estaban en el arroyuelo. También había peces pequeños que los vecinos intentaban criar en sus peceras, pero que al sacarlos del agua del manguito morían en pocos días.
Recuerdo que con mis primas, mis hermanos y otros vecinos íbamos a casa de Huicho Robles, quien era un artesano que nos vendía barriletes cuando era época y otras artesanías que él fabricaba como pulseras, collares de lana o de hilo de cáñamo y otros. Le encargábamos a Huicho nos hiciera resorteras u hondas para poder jugar a combatir con sus familiares. Era un enfrentamiento amistoso entre los Murga y los Robles. Escondidos tras un árbol nos reíamos mientras todo mundo lanzaba piedras por todos lados, aunque no nos heríamos ni teníamos mala intención para con los otros. Empero, siendo niños no medíamos el peligro de nuestros juegos. En aquel entonces estaban reparando la casa de mis tías, de modo que mi familia se mudó a la antigua prisión de mujeres y los Robles vivían enfrente. La matriarca de los Robles era una señora de unos ochenta años, cabello totalmente blanco, llamada doña Pascuala, quien vendía tortillas en su casita. Cuando era joven doña Pascuala había tenido un desafortunado accidente, en el cual estaba rajando leña con una hacha y una de las astillas de la leña se clavó en su ojo, dejándolo blanco. Era una persona amable, muy querida por los vecinos, hacendosa, trabajadora.
Recuerdo una navidad que jugábamos a la guerra de cachinflines con los Robles y decidí tirar una bomba de unos treinta centímetros en la oscuridad. Estaba escondido entre el monte, agazapado como liebre. De un salto lancé la bomba al aire, se elevó unos tres o cuatro metros. Por unas milésimas de segundo la noche oscura se iluminó con el estallido. Los oídos me zumbaban y quedé enceguecido por un momento por la explosión. Todos los demás participantes de la guerra de cachinflines se quejaban de los oídos y de ver solo sombras por un momento. Eventualmente fuimos recuperando la visión, pero el zumbido de oídos y la impresión no se nos quitaron.
La gente decía que el Manguito era uno de los lugares donde la Siguanaba aparecía, caminando o se columpiaba de rama en rama en los árboles. A veces esperaba a los borrachines, tomando las facciones de la mujer de la cual ellos estaban enamorados.
Habia un joven llamado Juan Gorocha, que se decía que buscaba sapos para sacarles la ponzoña o para venderlos a las mujeres que se dedicaban a la brujería. Se la pasaba en el arroyuelo del Manguito en las tardes, cuando el sol iba cayendo, a veces salía ya entrada la noche. Una de tantas noches la gente se asustó mucho, pues Juan salió dando alaridos, con el rostro y el pecho lleno de arañazos, como si un animal le hubiera atacado. Lloraba desenfrenado. Los vecinos le preguntaban qué le había pasado. Les contó que mientras estaba buscando ranas se topó con una muchacha muy bella, de vestido blanco, que le dijo que había llegado a buscarle. Se sintió emocionado, la chica lo abrazaba con dulzura. En una de esas vio para abajo a los pies de la chica y vio que eran como patas de águila gigantescas, llenas de garras. Intentó correr, pero ella le tomó de la camisa y comenzó a darle puñetazos y arañarle la cara, como queriendo sacarle los ojos. Los vecinos decían que la Siguanaba lo había jugado. Nunca volvió a ser el mismo. Pasaba lleno de hollín, arrastrando cartones y basura a altas horas de la noche. Aunque no ahondaré en detalles de la historia de Juan, sea porque ya lo narré en mi cuento de la Siguanaba anterior o porque voy a ampliar cuando cuente la historia de su hermano, Chiquito Gorocha.
Estas eran unas primas, Claudia y Karina. Ambas muy guapas y trabajadoras. Laboraban en la heladería Pops que se encontraba enfrente de la Parroquia de la Iglesia Católica de la ciudad de Jutiapa, donde ahora hay una venta de artículos típicos. Les iba bien trabajando para poder pagarse sus estudios para ser maestras de educación primaria urbana en el Colegio de Magisterio. Eran muy alegres y a veces salían con sus amigas o con algún enamorado a cenar, pero siempre cuando una salía la otra la esperaba, viendo desde el segundo nivel donde estaba el apartamento y ahora hay un café. Desde ahí veían unos árboles frondosos que habían en unas casas que estaban debajo, contiguo al local, donde en ese tiempo vivía la familia Corado y ahora hay un gimnasio.
Una noche Claudia fue a cenar con un enamorado, bailaron y ya cerca de la medianoche le tocó que irse sola, caminando por la oscura ciudad hasta su apartamento. De pronto, de los frondosos árboles del antiguo parque Rosendo Santacruz vio bajar columpiándose una silueta de mujer, gritando y llorando, riendo y como rechinando los dientes. El terror se apoderó de Claudia, quien no sabía qué hacer. La presencia le tomó de los cabellos y no se le ocurrió otra cosa que lanzarle una patada, que tumbó al suelo a la Siguanaba. Mientras Claudia huía despavorida buscando las llaves del portón de su apartamento. Logró encontrar rápido las llaves, afortunadamente y entró corriendo en sus aposentos, donde se topó que Karina había salido con unas amigas y había dejado la televisión encendida. Podía escuchar cómo la Siguanaba golpeaba el portón de la calle, riendo, colérica mientras gritaba el nombre de Claudia. Ella solo le dio todo el volumen a la televisión y esperó que aquello pasara. Como a las dos de la mañana Karina con unas amigas llegaron al apartamento y Claudia les contó la experiencia. Las risas que todas iban compartiendo y el hablar fuerte se convirtieron en un silencio sepulcral, un frío tremendo les corría por la piel y esperaron al amanecer. Cuando el sol salió fueron a ver el portón y la pintura de aceite del mismo estaba pelada en algunas partes, donde se veía como si alguien con grandes uñas o un gran rastrillo hubiera arrancado la pintura en patrones como equis. No dijeron nada y solo fueron a la ferretería a conseguir pintura de aceite. Ese día Claudia abría la heladería, pero estaba inquieta, recordando el ataque de aquel ente de pesadilla.
Soy Adramelek, y escribo desde donde la comodidad se termina.
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